Sus últimas palabras le hicieron perder el aliento y, por unos instantes, jugó con su cabeza la esperanza de estar viviendo un mal sueño del cual pronto lograría despertar. Los murmullos desaparecieron y observó con desprecio a los meseros moverse entre los comensales que sonreían y manoteaban, ajenos a su sufrimiento.
Del otro lado de la mesa, ella, con gruesas lágrimas contenidas, le miraba con ternura fingida, pues lástima era lo que más allá de la humedad proyectaban sus ojos; lástima por aquel ser a quien alguna vez aprendió a amar, pero que con la misma rapidez logró olvidar. Y ahora, sentada ante los despojos del antaño sonriente y vivaz hombre de su vida, se preguntó por qué no lo había dejado antes. Siempre le había parecido débil e impresionable, no como Anselmo, que sabía bien lo que quería en la vida y que seguramente sabría hacerla feliz…
Incapaz de decir algo, él la miraba atónito, atormentado por la idea de tal vez no haber hecho lo suficiente por cultivar su amor. Tal vez no había puesto el suficiente interés en sus sueños o no había sabido aparentar que lo tenía.
– Debo irme – dijo ella de pronto y él no supo qué hacer o decir.
– Bien – masculló finalmente.
Ella se levantó, secó sus lágrimas en un rápido movimiento de manos y se despidió dándole un beso en la mejilla.
– Llámame de vez en cuando, ¿si? – su voz sonó fría y distante, dejando en claro que deseaba lo contrario, y sin más, salió del restaurante seguida por cómplices miradas de los murmurantes testigos de aquella entretenida escena.
Él se quedó mirando al interior de su taza de café como si en aquel oscuro y amargo líquido se encontrara la respuesta que le ayudaría a descifrar el complejo rompecabezas que ahora desafiaba su razón. Una sombra inmensa e espesa se adueñó de su ánimo haciendo insoportable la súbita pesadez del abandono. Aquella soledad tan temida se sentía cerca y amenazaba con presentarse nuevamente para invitarle a perderse en ella, pero un frío estremecimiento le obligó a reaccionar.
Pidió la cuenta y se decidió a salir. El mal destino no podía interponerse en sus obligaciones y aún debía trabajar. Sin embargo el tiempo en la oficina transcurrió lentamente; los minutos dolían porque el reloj estaba claramente en su contra y la luz del día se burlaba de su pena negándose a desaparecer. Todos notaron su tristeza y a todos les ofreció la más falsa de sus sonrisas.
Devastado, comprendía que sin su amor ya no habría sueños, caricias ni palabras que le hicieran sentirse vivo, y que se quedaría sólo para enfrentarse a la sofocante cotidianeidad.
Y así, cuando interminables horas después, la grosera luz del sol se dignó finalmente a desistir, salió sin prisas de su trabajo y abordó su automóvil dispuesto a vagar sin rumbo por aquella ciudad de luces y ruidos perennes. Todo le pareció ajeno y sin sentido, la vida había perdió sus colores para unirse a un sufrimiento cada vez más hondo. En la neblina de su mente ensombrecían su espíritu los más oscuros pensamientos. Comprendió de pronto que debía cambiar y ya nunca más demostrar sus emociones para evitar ser lastimado. No confiaría más en las personas, pues resultaba evidente que sólo sabían herir bajo el pretexto del amor. Y el amor, había demostrado nuevamente ser efímero y escurridizo, doloroso e infiel. Por lo que aceptó que tal vez se trataba de una confusa mentira, de un ideal, una utopía de las relaciones de pareja y una burda codependencia aprendida entre familiares, amigos o colegas, sólo eso. Aquellos pensamientos le ayudaron a menguar su dolor, y tras repetírselos constantemente terminó convencido de su veracidad. Se tranquilizó. Un suspiro de alivio le permitió recuperar un poco de aquella cordura que había olvidado poseer.
Miró su reloj y calculó que ya podía regresar, pues a sabiendas de que en su casa siempre se preocupaban de más por él, procuraba llegar cuando la certeza de que todos dormían le permitía ingresar sin la necesidad de tener que dar explicaciones por su retardo. Siempre funcionaba. Al día siguiente alegaría exceso de trabajo o alguna reunión de último momento…
Penetró en silencio en la oscuridad temiendo que alguien permaneciera despierto, pero todo era quietud. Aquél largo día había terminado al fin, y con el firme deseo de dormir y olvidar por completo todo lo ocurrido, se desnudó y se recostó con sigilo en su cama.
Los monstruos de su mente acudieron a él para atormentarlo. Su voz, su mirada, su aroma, su piel y todo lo que bueno que habían compartido lo deprimían. Tardó en conciliar el sueño, pero el agotamiento por las fuertes emociones del día finalmente lo vencieron.
Dicen que uno sueña con lo último que piensa antes de dormir, y él soñó con ella… Al otro lado de la cama, su esposa lloraba en silencio.
Octavio C.