La gran casona dominaba el paisaje de aquella zona despoblada a las afueras de la ciudad. A su alrededor, los inmensos plantíos de maíz y los frescos pastizales hacían las delicias del Sr. Pablo Hernández, su dueño, quien se negaba a ser engullido por el voraz emparedamiento de ese “desarrollo” que eran sinónimo de caos y bullicio.

Casi doce kilómetros le separaban de las calles empedradas, el tumulto y de las estridencias que surgían de aquellas abominables carrozas de metal que vomitaban ingentes cantidades de humo negro y que se reproducían como cucarachas. Solo pensar en aquello le estremecía hasta la médula, pero no había nada como caminar por el campo en compañía de sus hijos para sentirse a salvo y olvidar el asunto.

Don Pablo era hombre de campo, trabajador y buen comerciante, como lo fueran su padre y su abuelo, y gastaba la mayor parte del día en el cuidado de sus animales y de sus cosechas, cuyos productos enviaba luego a los poblados de los alrededores para proveer a quien mejor le pagara por ellos. Y como sus ventas eran buenas, no le costaba demasiado esfuerzo mantener a sus trabajadores, su esposa y a sus nueve hijos.

Su hogar era una robusta y enorme construcción de dos plantas y un gran ático, edificada a base de rocas, adobe y maderas de la mejor calidad, lo que le aseguraba que algún día sus hijos la heredaran junto con el enorme terreno que le circundaba, y donde sus nietos cruzarían corriendo por amplios jardines. Solía divagar con aquella idea mientras deambulaba por sus tierras en compañía de la acogedora penumbra y del tenue titilar de las estrellas, hasta que la excesiva frescura de la media noche, le indicaban el momento de retirarse a descansar. 

No le molestaba en absoluto la oscuridad a la que ya se había acostumbrado y, por el contrario, disfrutaba de los ruidos naturales que de ella surgían cuando en el horizonte se ocultaba el sol. Adoraba esos sonidos y le gustaba aún más perderse en sus sombras. Jamás creyó en las historias y leyendas sobre la existencia de seres noctámbulos carentes de vida, y mucho menos, que estos pudieran aparecer y desaparecer a voluntad detrás de las paredes. Hasta que, una noche, mientras se mecía en su silla favorita del balcón central para mirar con desdén el ligero fulgor que provenía de la distante ciudad, le ocurrió algo inesperado que amenazó su cordura.

Con el rabillo del ojo observó como una oscura silueta se había ido deslizando lentamente hasta posarse a su izquierda. En primera instancia, pensó que se trataba de uno de sus hijos, por lo que no se molestó en voltear a comprobarlo. Sin embargo, la presencia, antes inmóvil, parecía moverse extrañamente, como queriendo quedar siempre fuera del alcance de su vista, lo que le obligó a girar rápidamente para reconocerle, pero súbitamente desapareció.

 Nombró desconcertado los nombres de todos sus hijos en posibilidades de estar levantados a esas horas, pero nadie contestó. Entonces, llamó a su esposa y tampoco hubo respuesta. Confundido, encendió su candil y se aproximó al lugar de la aparición, no había de nadie ahí, ni en el cuarto contiguo.

Esa noche, lleno de nerviosismo, se dirigió a su habitación dispuesto a descansar, tratando de no darle importancia a aquella extraña visión, sin embargo, no pudo dormir. El día siguiente le sorprendió cuando la fuerte luz del sol asomó por su ventana. Cansado, por la mala noche que había tenido, abrió lentamente los ojos para descubrir que un día lleno de vida comenzaba y sonrió avergonzado de sí mismo por haberse atemorizado la noche anterior.

Los días que siguieron transcurrieron de manera habitual y la idea de una sombra sin cuerpo rondando la casa desapareció de su mente. No obstante, días después, mientras se desvestía para meterse a la cama, la clara imagen de la silueta de una persona entrando a su habitación, le heló la sangre y le obligó a permanecer muy quieto. La figura permanecía indiferente a su lado, a tan sólo unos metros de su cama. Su respiración se aceleró y su saliva no encontró sitio en su garganta por donde deslizarse.  Volvió lentamente sus ojos en dirección a la presencia pero ésta se movió para ponerse fuera del alcance de sus ojos. Finalmente giró con fuerza la cabeza para enfrentar aquella aberración diabólica, pero en ese justo instante, la imagen se evaporó. Permaneció en silencio, expectante. Pero de pronto, un crujido en las maderas del piso en la cercanía, le hizo volver angustiado la mirada hacia su izquierda…

 Sus gritos alarmaron a su esposa y a sus hijos que acudieron en su ayuda, pero mayor fue el desconcierto cuando observaron a su padre de rodillas, rezando y aferrado al colchón de su cama, sin que existiera razón aparente.

 Durante días enteros trató de explicar lo que había visto, escuchado y sentido. Había descrito la fantasmagórica visión, como la de una persona delgada que le miraba fijamente desde el marco de la puerta, pero que, al intentar fijar la vista, éste simplemente se desvanecía; y que después, de manera inexplicable, se había trasladado junto a él, al otro costado de la habitación, donde finalmente pudo verlo con claridad. Era un hombre adulto, con sombrero.

Nadie podía dar crédito a sus palabras, al principio se burlaban de él, pero muy pronto, todos empezaron compartir un extraño nerviosismo con el atardecer de cada día. Nadie quería estar solo si alguna vez el fantasma del sombrero aparecía.

Desde entonces, solo los pequeños, que nada entendían de cuestiones metafísicas, fueron testigos de las sorprendentes presencias del “más allá” que, sin falta, acudían a aterrorizarlos de menos una vez por semana en diferentes puntos de la propiedad.

 Rápidamente, aquellas apariciones se convirtieron en un evento significativo que impedía a la familia desempeñar sus labores diarias con normalidad. El miedo les hacía presa de abominables visiones y sólo encontraban consuelo cuando cerraban los ojos y tras un par de genuflexiones, se encomendaban a Dios, a Jesucristo, a la Sagrada Virgen María y a todos los ángeles celestiales. 

 Don Pablo, sin poder soportar más aquellas aterradoras noches en vela en que el fantasma de aquel espantoso hombre acudía a postrarse a su lado negándose a desaparecer, decidió llamar a un cura para que los bendijera, tanto a ellos, como a la casa.

 El padre, un reconocido cura de un pueblo cercano, acudió de buena gana, pues recibiría un pago considerable de aquella familia desesperada, y tras llevar a cabo la agotadora misión de recitar el santo evangelio mientras rociaba cada uno de los cuartos y pasillos con agua bendita, tuvo la precaución de advertir a la familia que, efectivamente había podido percibir la fuerte presencia de difuntos que no habían logrado el descanso eterno y que ahora se encontraban atadas a esa propiedad, vagando por los rincones y alimentándose de su miedo. Por tanto, recomendó que sería saludable para todos, el que dejaran de mostrarse temerosos para que esas almas en pena decidieran abandonar el lugar.

Tras esto, no quedó duda de que, si bien los espectros no desaparecerían, quedaba demostrado que indudablemente, se trataba de un alma errante buena y cristiana, que jamás osaría hacer daño a los habitantes de ese hogar.

Con esa idea, la familia Hernández adoptó una actitud diferente ante los fantasmas que los asechaban y se limitaron a ignorar cada una de las cada vez más frecuentes manifestaciones etéreas que iniciaban siempre al anochecer, cuando las sombras permitían que ruidos escalofriantes y cosas horrorosas invadieran los alrededores de su vieja casa.

El señor Pablo, resignado, también dejó de luchar contra el hombre del sombrero, a quien terminó por aceptar como parte de su vida, y con el tiempo, hasta comenzó a platicar con él, atento desde luego a no tratar de verlo directamente, porque sabía que desaparecería.

Años después, tras la muerte de su esposa, notó que el fantasma acudía ahora a hacerle compañía tanto de noche como de día. El, consideró ese gesto como una muestra de solidaridad ante la adversidad y no dudaba en agradecerle su compañía y pedirle que cuidara de su mujer en el otro mundo. Sin embargo, poco a poco su propia salud se fue deteriorando, incluyendo su vista, lo que lo llevó al punto de no poder identificar los objetos ni los rostros de sus hijos más que cuando estos se encontraban a unos centímetros de él. A regañadientes aceptó ver a un médico que le recetó el uso de anteojos especiales, y desde ese entonces, advirtió con tristeza que los encuentros con el fantasma de su casa, comenzaron a reducirse a visitas ocasionales. Por lo que, de forma supersticiosa, adjudicó a los lentes la virtud de ahuyentar al espíritu que por años lo persiguió a donde fuera, por lo que ya no quiso ponérselos bajo ningún pretexto. Gracias a ello, la presencia y él continuaron acompañándose hasta el día de su muerte, cuando finalmente la sombra de aquella entidad fantasmagórica se incrementó hasta llenar todo su campo de visión. Él, interpretando aquello como un último abrazo de un amigo entrañable, le dedico un sentido reconocimiento con sus últimas palabras.

Pero el fantasma no abandonó la casa tras su muerte.  Sus hijos continuaron teniendo experiencias desagradables mientras vivieron en ella, aunque siempre ocurría que esas vivencias paranormales se convertían en motivo de plática y discusión que terminaban en risas. Así, sonidos de platos moviéndose en la cocina y golpeteos en las puertas, cuando nadie estaba ahí; escandalosos pasos en patios y azoteas, rechinidos en los pisos de madera o puertas y ventanas que se abrían solas, representaban las típicas historias de espanto que luego, podían ser platicadas y recordadas en grupo, aunque eso sí con lágrimas en los ojos y un indescriptible hormigueo en la piel a causa de los escalofríos.

A través de los años, las leyendas se fueron deformando progresivamente, hasta llegar a un punto en el que aquella sombra solitaria se había hecho acreedora de un nombre propio y de toda una historia de vida que, aunque confusa, avalaba su identidad de legítimo espíritu en pena.

 La familia Hernández creció, y poco a poco fueron abandonando su hogar, pero a donde quiera que iban, las historias de terror de aquella casona siempre los acompañó, incluso cuando la ciudad terminó por engullirla dentro de su interminable laberinto de calles pavimentadas y su perenne estridencia. Y ahora, a más de cien años de su edificación, esa vivienda se halla ubicada en el centro de un enorme suburbio urbano, pero sigue siendo reconocida por todos sus vecinos como “La casa de los fantasmas”, ya que la fama de sus controversiales historias, habían sido comunicadas, corregidas y aumentadas, durante generaciones, por los miembros de la comunidad.

Incluso ahora, en los albores de un nuevo siglo, algunos miembros de la cuarta y quinta generación de la familia Hernández aún habitan la vieja casona. Todos ellos, sin excepción, conocen su historia y aunque algunos se muestran escépticos, casi todos han experimentado, en algún momento, un fenómeno sobrenatural y lo han compartido vívidamente. Incluso, vecinos aseguran haber visto al hombre del sombrero husmeando por las casas y calles aledañas. Otros más, presumen ser anfitriones de sus propias presencias, y aunque muchos lo niegan, el sentir general es que, los fantasmas, ciertamente existen, y es que no hay razones para mentir sobre algo así, son demasiadas las historias y, sobre todo, son muchas los personas que han atestiguado algún suceso inexplicable.

Octavio C.