Hacía tiempo que la tristeza y la soledad habían dejado de ser una carga insoportable para el anciano hombre. Nunca tuvo hijos, por eso, cuando su esposa falleció repentinamente, pensó que él mismo moriría al poco tiempo, víctima de algún padecimiento fulminante… como ella, pero los meses se convirtieron en años y su salud jamás se deterioró. Ahora, tras casi 20 de años de vivir sumido en la rutina de una vida monótona y gris, Salvador había perdido toda capacidad de asombro, por lo que nada de lo que ocurría a su alrededor le generaba el más mínimo interés, alegría o molestia.
Para sus vecinos, Salvador era el típico viejito intratable y gruñón, de esos que jamás regresan el saludo o te hablan golpeado, dando la impresión de estar siempre de malas, pero lo que más llamaba la atención de la mayoría, era que pudiera seguir viviendo en una casa que claramente se caía a pedazos de tan vieja y descuidada, al punto de que muchos, sobre todo niños, la consideraban “embrujada”.
En esa centenaria y horrible estructura de paredes de adobe y techo de dos aguas de principios de siglo XIX, vivía el anciano ajeno a todo lo que ocurría afuera, pero también dentro de ella. Luces que se prendían o apagaban solas, sonidos extraños de tuberías a punto de reventar, crujidos en las puertas, rechinidos en pisos y paredes, golpes en los techos, caídas de cuadros, cubiertos, vajilla etc. y tonos musicales surgidos del antiguo piano que no había abierto en décadas, eran tan solo, situaciones comunes dentro de su aletargada rutina. Nada lo inquietaba, nada lo asustaba y nada llamaba su atención ni lo distraía de su quehacer diario. Probablemente la única verdadera molestia ocurría cuando el televisor de la sala, que también era su recámara, se apagaba repentinamente, aunque tampoco era algo que lo sobresaltara en absoluto. Su apatía a todo a su entorno era tal, que ni siquiera el día que se encendió sola, estando él en la cocina, le mereció un sobresalto. Simplemente se acercó al aparato y le dio dos fuertes golpes para que no lo volviera hacer.
Así transcurría el tiempo hasta que, un día que se encontraba sentado en su sillón mirando su novela, algo lo distrajo… Un maullido de auxilio lo había obligado a girar su cuello en dirección a la ventana y de inmediato lo observó en la rama de un árbol frente a su casa. Era un gato negro que, al parecer, no sabía cómo bajarse.
— Estúpido gato —. Murmuró, y siguió viendo su tele.
No obstante, para su desfortuna, el gato permaneció ahí todo ese día y toda la noche, maullando por ayuda, lo que provocó que su rutina se arruinara y desde luego, tampoco pudo dormir. El llanto del gato ocupaba todo en lo que podía pensar.
— ¡Maldito gato! —. Se quejó.
Por un momento estuvo tentado a ir por su vieja escopeta y acabar con esa molestia, pero se contuvo. Al amanecer del siguiente día, salió en pijamas y pantuflas y miró al gato en lo alto.
— ¡Cállate ya estúpido gato! —. Le gritó furioso.
Otros vecinos se aproximaron a ver lo que ocurría.
— ¿Es suyo ese gato, Don Salvador? —. Le preguntó alguien con amabilidad y con un tono que demostraba respeto hacia el señor.
— No seas estúpido, yo no tengo gato —. Respondió grosero.
El vecino, que le conocía de tiempo, simplemente sonrió y se organizó con otros para ir por una escalera y bajarlo. Así lo hicieron y al final todos regresaron a sus casas o siguieron su camino, incluido el propio Salvador, quien se sentía aliviado de poder regresar a su rutina. Pero cuando cruzó la reja de su propiedad, notó que aquel gato le seguía.
— ¡Vete de aquí! —. Gritó colérico, pero el gato solo detuvo su marcha un momento y la reinició cuando el viejo dio otro paso.
— ¡Que te largues! —. Espetó nuevamente haciendo un ademán de querer golpearlo con la mano, pero el gato no huyó, solo se quedó quieto y agachó el cuerpo demostrando miedo y sumisión.
Al ver que el gato no parecía querer irse, el viejo hizo lo que sabía hacer mejor: ignorar el problema. Se encogió de hombros, cruzó el patio e ingresó a su casa cerrando tras de sí la puerta.
Ese día, su rutina fue perfecta. Desayunó, lavó los trastes, barrió, leyó su libro, miró la tele, preparó su almuerzo, se lo comió, lavó los trastes, se regresó a ver el noticiero, luego miró su novela, leyó otro poco, tomó su café con leche y finalmente se levantó de su sillón, fue al baño y cuando salió, apagó la luz para acostarse en su cama que estaba a solo dos pasos del sillón. Minutos más tarde, al girarse sobre su costado izquierdo en dirección a la ventana, pudo ver al felino ahí sentado mirándolo. <<Estúpido gato>>. Pensó, y se quedó dormido.
Al despertar, el gato seguía ahí…
Al verle incorporarse, el minino maulló en un tono suave y suplicante, lo que tuvo la virtud de hacerle cuestionarse lo que debía hacer. Como siempre, su primer pensamiento fue ir por la escopeta, pero lo desechó de inmediato porque un sentimiento nuevo, desconocido y muy molesto, le hizo pensar que tal vez debía darle algo de comer.
— Come esto y luego lárgate—. Murmuró Salvador cuando, contra todo su ser, le arrojó una pieza de pollo que le había sobrado de la comida y se quedó observando al animal devorar aquel alimento, admirado de notar lo mucho que parecía disfrutarlo.
El resto del día, el gato desapareció y el anciano pudo realizar sin contratiempos su rutina. Sin embargo, de vez en cuando miraba a la ventana para ver si aquél molesto animal seguía ahí.
A la mañana siguiente, despertó y lo primero que hizo fue buscarlo en la ventana… y sí, el gato estaba ahí.
Sin entender si estaba molesto o contento, se apresuró a preparar su desayuno y como si se tratara de una nueva obligación, le aventó otro pedazo de pollo al gato y éste comió plácidamente en silencio.
Con el paso de los días, la nueva rutina comenzó a incluir un plato con leche y una lata de atún por las noches. Y sin darse cuenta, Salvador comenzó a modificar su conducta y actividades. Muy pronto todo giraba alrededor del gato. La confianza incrementó y el animal fue admitido dentro de la casa y, de vez en cuando, el viejo se sorprendía acariciándolo mientras lo veía comer.
— Estúpido gato —. Le decía ahora con cariño.
Sobra decir que, con el tiempo, el gato se convirtió en su adoración y ya no solo lo alimentaba y jugaba con él como un niño, sino que hasta permitía que se sentara en sus piernas. Lo que nunca jamás permitió fue que se subiera a su cama. En vez de ello, le compró una camita especial y la colocó junto al buró, lo suficientemente cerca de él para que incluso acostado pudiera acariciarlo con solo bajar su mano. El gato rápidamente se acostumbró a esa práctica nocturna y correspondía a las caricas del anciano lamiendo su mano. Para Salvador, aquellas rasposas “lamidas” eran un extraño placer que le ayudaba a sentirse acompañado. Los días de inquebrantable rutina se sucedieron uno tras otros y Salvador continuó indiferente a la caída de cosas, los ruidos extraños y los golpes en puertas, techos y paredes, a pesar de que éstos habían incrementado su frecuencia e intensidad. Nunca relacionó aquello con nada que no fueran los “ruidos normales” que una casa vieja produce como parte de su natural proceso de deterioro. Y aunque su gato sí reaccionaba alterado a algunos de ellos, él lo tranquilizaba con caricias que el animal aceptaba rápidamente.
Así, los hábitos de su vida diaria continuaron sin interrupciones, pero agregó uno por las noches, ya que, si algún inoportuno ruido le despertaba, simplemente bajaba el brazo para sentir la áspera lengua de su fiel mascota y volver a dormir.
Pero, una noche, su sueño fue interrumpido por un fuerte sonido al interior de la casa. Desconcertado, abrió los ojos en la oscuridad tratando de comprender si lo había soñado o había sido real. Permaneció inmóvil tratando de percibir algo que pudiera explicar el súbito golpe, pero un silencio inusual dominaba la noche. Alzó un poco la cabeza sobre su almohada, pero no vio nada diferente a las conocidas siluetas de sus eternos muebles. Volvió a recostarse, pero concentrado en percibir los sonidos a su alrededor. Poco a poco, fue reconociendo algunos ruidos comunes, específicamente, algo parecido a los pausados crujidos en su desvencijado piso de madera, como si alguien caminara lentamente por la habitación tratando de no despertarlo — Eso le hizo recordar cuando su esposa se levantaba al baño casi todas las noches—, luego su atención se enfocó en el rítmico sonido de una gotera proveniente, seguramente, de la cocina o el baño: Tic, tic, tic. Eso lo incomodó porque recientemente había arreglado todas las molestas filtraciones. Sin embargo, le desconcertó notar que los demás ruidos de la casa habían cesado, salvo por el persistente Tic, tic, tic, de la gotera. Bajó su brazo y de inmediato sintió la reconfortante muestra de afecto de su mascota, eso lo tranquilizó. Cerró sus ojos y se dispuso a intentar dormir nuevamente, pero el impertinente tic, tic, tic no cesaba. Pasados algunos minutos se desesperó y se sentó en su cama, busco con los pies sus pantuflas y fue directo al baño. No encontró gotera alguna ni en lavabo ni en la tina. <<Qué extraño>> Pensó. Luego se dirigió a oscuras a la cocina y tras revisar que no había filtraciones, se preocupó. Tic, tic, tic… Intrigado por aquella persistente gotera decidió buscar su origen y caminó lentamente, sin encender las luces, tentando los alrededores de esa casa que conocía con los ojos cerrados. No obstante, no pudo encontrar nada que pudiera justificar el sonido que claramente se escuchaba cerca de su cama, en los alrededores de lo que antes fuera la sala. Tic, tic, tic. Después de unos minutos, se dio por vencido y regresó a su cama y, ya acostado, pensó que tal vez tendría que llamar a un plomero, y eso lo puso de mal humor. Bajó el brazo, y tras recibir la húmeda y rasposa lamida decidió tratar de dormir, pero no pudo. El monótono ruido de la gotera le impedía conciliar el sueño. Desesperado, se levantó nuevamente decidido a encontrar el origen de aquél insoportable ruido. Esta vez encendió las luces y se concentró más. Buscó pegado a las paredes… hasta que llegó a la puerta de la alacena que se encontraba en el pasillo entre la cocina y la sala y puso su oreja sobre ella. El ruido era inexplicablemente más fuerte en su interior, por lo que, intrigado, abrió la puerta y al instante dio un ahogado grito que se interrumpió por una súbita falla cardiaca que le produjo el horror de ver a su gato sangrante clavado en la pared, apuñado por un enorme cuchillo de cocina que lo hacía sangrar profusamente.
Tic, tic, tic.
Por Octavio Castro
<<Basado en cuento de terror de la infancia>>