Aquella podría parecer una calle como cualquier otra, pero no lo era. Había algo especial en ella que no saltaba a simple vista y que era parte de un oscuro secreto que únicamente conocían los vecinos que ahí vivían…
Surgida tras fraccionar una vieja hacienda del siglo XVIII en los cuarenta, la colonia se consideraba un referente en la Ciudad de México por sus bellos camellones de altas palmeras y la belleza de sus casas, muy amplias y de arquitectura estilo “colonial californiano”. Ese nuevo suburbio fue rápidamente habitado por artistas y políticos, pero, sobre todo, por extranjeros con dinero que presumían de vivir en una zona con estilo y prestigio como pocas en la capital.
Tal era el caso de Tere D´Amiot, una anciana de ascendencia francesa con una historia tan trágica como inverosímil, y a quienes todos en la cuadra conocían como “la loca de los gatos”. Aquella viejita solterona llevaba casi veinte años viviendo aislada en su enorme casa de dos pisos. Jamás salía y prácticamente nadie la visitarla. Los más informados decían que había enloquecido tras la muerte de su madre, una mujer controladora y obsesiva a la que cuidó prácticamente toda su vida. Si le preguntaban a ella, solo tendría palabras de resentimiento contra quien le impidió casarse y la obligó a dejar todo lo que amaba, incluyendo su pasión por la cocina, ya que jamás probaba nada que hiciera ella porque decía que sabía horrible. En alguna ocasión, sintiéndose sola y aburrida, suplicó que le permitiera adoptar a un perro, pero su madre se negó. Tere amaba a los animales con toda su alma, por lo que, a pesar de las negativas, insistió e insistió durante años, hasta que finalmente, al notar su madre que comenzaba a enloquecer, le permitió tener una mascota, pero que no fuera un perro. Fue así que llegó el primer gato a su vida. Teresita volcó todo su cariño reprimido hacia un feo y famélico animal que rescató de la calle. Su felicidad era cuidarlo, alimentarlo, acariciarlo y, sobre todo, hablarle. Se refugió en él para conversar todo aquello que no podía expresarle a su madre. Y como el gato jamás la interrumpía ni la ofendía, era su adoración. El animal rápidamente comenzó a engordar y a sentirse dueño de aquella gran casona ante la mirada furiosa de una anciana que perdía la atención de su “esclava” por culpa de un maldito gato. Los pleitos por su causa comenzaron a ser frecuentes, hasta que, un día, apareció muerto en el jardín, justo un par de semanas antes de la muerte de su propia madre. Los que compartieron con ella su duelo, no dieron mayor importancia a esa casualidad, pero sí recuerdan lo desconsolada que estuvo durante el luto de su gato, en comparación con lo fría y distante que se mostró tras la muerte de su progenitora. Todos coinciden que las tragedias acumuladas pudieron haberla dañado para siempre, porque a partir de esos hechos, Doña Tere comenzó a rescatar a todos los gatos perdidos de la colonia. Al principio parecía una acción noble, pero, poco a poco, los vecinos comenzaron a preocuparse. Con el paso de los años, los gatos se contaban por cientos y salían por techos y ventanas como ratas invadiendo las calles y las casas vecinas. Comenzó a ser normal ver animales atropellados en esa calle, y aunque siempre los levantaban, el fétido olor permanecía. Meses después, cuando la vecina frente a su casa se hartó de aquellos desfiguros, decidió buscar a la señora D´Amiot para solicitarle amablemente que pusiera en orden a su plaga de felinos. Doña Tere nunca salía de su casa, solo se acercaba a la reja y desde ahí ahuyentaba a todos los que se atrevían a importunarla con insultos y gritos. Sin embargo, la excesiva amabilidad de la vecina consiguió lo que muy pocas personas habían logrado en décadas, permitirle el ingreso a su casa.
Lo que encontró dentro podría emanar de una disparatada película de terror, pero no era así. El putrefacto aroma a muerte, que se percibía fuerte desde la calle, era insoportable al interior de esa casa inundada de montañas de basura. Altas torres de periódicos apilados durante casi treinta años daban cuenta del tiempo en que su locura comenzó. La vecina, que solo había podido ingresar al patio con mucha dificultad, tuvo que regresar sobre sus pasos para salir a la calle y buscar un poco de aire para respirar. No obstante, su dedicación y bondad sin reservas, la llevaron a regresar armada con guantes, mascarilla y una docena de bolsas negras para tratar de llevarse la mayor cantidad de gatos muertos que había en aquella casa, pero no lo logró. Tuvo que volver varios días a esa mansión del horror a buscar pacientemente el origen de la peste que anunciaba el sitio de un nuevo cadáver escondido entre la basura mientras doña Tere, acariciando un sucio y gordo gato, le observaba a lo lejos con una pícara sonrisa en el rostro. La voluntad de aquella vecina era inquebrantable y no podía soportar la idea de que aquella señora pudiera vivir entre tanta porquería, pero, rápidamente comenzó a cuestionarse la extraña razón de que hubiera tantos gatos muertos, pero al mismo tiempo, otros más tan gordos, la respuesta le llegó días más tarde, cuando, sintiéndose imposibilitada para realizar ella sola semejante tarea, solicitó ayuda a la alcaldía. -“Se comen entre ellos”-. Afirmó uno de los hombres ataviados con equipo de protección como si estuvieran en una plata nuclear mientras levantaban basura y escudriñaban los rincones de ese patio para recoger cuerpos de animal en estado descomposición. A veces solo encontraban esqueletos, otras, los gatos aparecían despellejados o desmembrados salvajemente a mordidas. Y mientras hacían esto, eran observados siempre por decenas de robustos felinos que, desde todas direcciones, les miraban limpiando las huellas de su crimen. Cuando la limpieza de la planta baja terminó, los dos hombres y la vecina se dispusieron a subir a la planta alta, pero fueron detenidos a gritos por una iracunda anciana que se los impidió. “¡Arriba no! ¡Nadie sube allá!” Ordenó doña Tere. Los hombres se fueron, pero la vecina se quedó tratando de dialogar con ella. Fue inútil. Con el tiempo, la infinita paciencia y compasión de la vecina le permitió ganarse la confianza de aquella loca anciana y fue entendiendo todo lo que había pasado. Sus padres habían sido refugiados de la segunda guerra mundial, y su madre enviudó muy joven dejándola sola y sin más familia que su única hija, quien debió renunciar a su propia vida para cuidarla, por eso, ahora doña Tere solo tenía como compañía a sus gatos y vivía por la caridad de una señora que la conocía de tiempo y que un par de veces a la semana le llevaba comida. Una enfermedad llamada “anosmia” le impedía oler la peste de su casa, y la demencia que claramente padecía, le había llevado a acostumbrarse a vivir entre la basura, aislada, sin bañarse y rodeada de gatos, vivos y muertos. Durante mucho tiempo, su más grande amistad no fue ninguno de sus cientos de felinos, sino un loro con el que todavía platica diariamente a pesar de que sus huesos fueron recogidos de su jaula durante aquella limpieza infernal. La bondad de la vecina ha ayudado a darle cierta dignidad a la vida de aquella viejita, pues desde entonces, no pasa un solo día sin llevarle alimento a sus animales, lamentablemente, a pesar de todos sus esfuerzos, aún no ha logrado que le permita subir a limpiar la parte alta de su casa.
Cualquier podría pensar que la anécdota de Doña Tere es la más trágica de esa calle, pero no es así. Un par de casas más adelante, vivía Don Antonio, otro señor de edad avanzada, un español chapado a la antigua, de boina y bastón, misógino y grosero como pocos se han visto. Durante años siempre se le vio paseando tranquilamente por los alrededores en compañía de su perro, ajeno por completo a la intolerable pestilencia de sus sucias y anticuadas ropas. Quienes le conocían lo evitaban al verlo pasar, pero cuando resultaba imposible, cortésmente le saludaban conteniendo la respiración. El “don” tenía familia que le visitaba de vez en cuando, pero su carácter, estridente y altanero, era inaguantable hasta para sus hijos, por lo que cada vez eran más largas las temporadas que pasaban sin visitarlo. Por fuera, su casa, lucía normal, tal vez solo un poco descuidada, y por eso, nunca llamó demasiado la atención de la gente al pasar, hasta que poco a poco comenzaron a notar extraños fenómenos alrededor de ésta. Primero, los constantes y molestos ladridos de su perro fueron sustituidos por aullidos, como lamentos. Luego, en los alrededores de la casa se reportó el avistamiento de ratas y otros ruidos extraños durante las tardes. Los vecinos, decidieron restarle importancia para no importunar al huraño viejito, y prefirieron contactar a alguno de los hijos para dar la queja y exigirles que vinieran a visitarlo, pero nadie acudió. Los días se convirtieron en semanas y, aunque ya no se escuchaban los aullidos, los sonidos, como zumbidos, se habían intensificado. Finalmente, apareció un nuevo elemento que alarmó a todos. ¡Moscas! Algo andaba mal. Cuando finalmente los vecinos decidieron llamar a las autoridades, éstas no pudieron entrar inmediatamente hasta contactar a alguno de los familiares. Eso tardó un par de días más. Al final, una de las hijas acudió, más molesta que preocupada, decidida a increpar a su padre por hacerle perder su tiempo, y el de los demás, con sus dramas. Al ingresar de la calle al patio todo lucía normal, pero al abrir la puerta de la casa fueron golpeados por una nube de moscas y un insoportable aroma a podredumbre y muerte. Toda la casa tenía metro y medio de basura acumulada de meses, misma que se notaba había estado alguna vez en bolsas negras, pero las ratas y los animales se habían encargado de romperlas esparciendo la suciedad como si se tratara de un basurero público. Tardaron unos minutos en llegar a la sala, donde encontraron un cuerpo informe, roído y despellejado hasta los huesos, prácticamente desmembrado y carcomido desde dentro y fuera por las ratas y millones de moscas que durante semanas se cebaron en el pobre anciano y su perro. Varios vecinos vieron desde sus ventanas a los policías y a la hija regresar aterrados para vomitar en la acera. Tras las ambulancias, bomberos y equipos de rescate, fueron enviados camiones de basura para liberar el espacio de aquella casa infernal. 5 enormes camiones fueron necesarios para sacar toda la cochinada acumulada por un número indeterminado de meses de abandono. Los restos de Don Antonio cupieron en una pequeña bolsa que pudo ser cargada por una sola persona a una mano. Los hijos fueron denunciados y multados por la alcaldía y no se volvió a saber de ellos. La casa ha permanecido abandonada desde entonces.
Aquella terrible tragedia conmocionó a los vecinos, pero pronto habrían de acostumbrarse, porque a dos cuadras de esa casa de la muerte, justo al lado de una pequeña gasolinera, vivía la señora Delia, una mujer ya entrada en sus sesentas, pero que pretendía ser una joven comprometida con un sinfín de eventos sociales que la mantenían ocupada cada día de la semana. Sus modales exageradamente refinados se confundían con frecuencia con arrogancia y desdén, no obstante, era amable y educada y le gustaba platicar durante horas con quien tuviera la paciencia de escuchar sus sorprendentes aventuras de vida. Durante años se le vio salir de su casa apurada con la cabeza llena de tubos para un peinado permanente que sin embargo jamás nadie vio. A cualquier lado acudía llevando sobre la cabeza aquella maraña de tubos de colores y en todo momento presumía la inevitabilidad de acudir a un importante evento para esa mañana, esa tarde o esa noche… Aquella señora, recuerdan los vecinos, en su juventud fue una hermosa y agradable mujer que llegó del norte de la república para casarse con su novio, un acaudalado y apuesto “gringo” de ojo azul que había comprado aquella casa para los dos. Por cuestiones de trabajo que lo mantenían constantemente fuera de la ciudad, urgieron la boda por el civil, a la que acudieron a penas un par de amigos, y pospusieron la gran boda para el verano. Sin embargo, este gran evento nunca llegaría a celebrarse, pues la tragedia lo alcanzó en la carretera a Cuernavaca dejando una viuda sin casarse de blanco. Dicen que la señora Delia quedó traumada y por eso jamás se casó otra vez. Pasó toda su juventud y edad adulta aislada en aquella enorme casa mirando la enorme pintura de aquel hombre que la había dejado sola. Con el tiempo sus familiares y amigas habían logrado sacarla de su encierro para llevarla a fiestas y reuniones, pero su intensa depresión era una pesada sombra que arruinaba hasta las situaciones más alegres, por eso dejaron de invitarla y luego comenzaron a evitarla hasta no tener más comunicación con ella. La vergüenza y la tristeza dieron paso a la locura y Delia siguió fingiendo que tenía mil lugares a dónde acudir. Se mostraba apresurada e impaciente en todo momento y presumía todo lo que tenía y lo que hacía con cualquier desconocido con quien cruzaba saludo. Así fue como un día, un joven que trabajaba en la gasolinera la vio salir de su casa y tras saludarla, la escuchó con atención durante casi una hora para verla inmediatamente meterse otra vez a su casa sin haber ido a ningún lugar. Era notorio que estaba loca y sola. No está claro para nadie cómo o cuándo ocurrió, lo que se sabe es que, un día, un familiar acudió a visitarla tras varios intentos de contactarla por teléfono y encontró la residencia prácticamente vacía y el cuerpo de la señora Delia sobre su cama maniatado y rígido. Las investigaciones de las autoridades fueron aterradoras. Los asaltantes, aprovechando que la señora vivía sola, habían entrado para secuestrarla en su propio hogar. Ella les había abierto la puerta y durante 24 horas, vaciaron sus cuentas, tarjetas y saquearon el domicilio sin que nadie recordara jamás haber visto algo. No obstante, la cámara de seguridad de una vivienda aledaña dio cuenta de cómo fueron sacando cosas poco a poco mientras la dueña permanecía amordazada en su recámara. A la mañana siguiente, los ladrones simplemente se fueron pensando que alguien acudiría a liberar a la señora, pero no fue así. La autopsia no reveló lesiones más allá de las causadas por los amarres. Las fechas de las cámaras indicaron que el robo había ocurrido casi tres semanas antes de haberla encontrado.
Historias similares son parte del folklore de esa calle donde viejitos abandonados eran víctimas de todo tipo de abusos y vejaciones, aunque muchos con finales menos trágicos. Albañiles que al trabajar y notar que los patrones vivían solos entraban a sus viviendas por las noches para robar trepando las bardas y saltando entre las azoteas; sirvientes que secuestraban a los ancianos para sentirse dueños de esa casa donde violentaban a sus indefensos propietarios, o desconocidos y hábiles estafadores que se involucraban con ellos fingiendo legítimo interés y preocupación para finalmente lograr poner a su nombre aquellas casas donde vivían señores indefensos a quienes, posteriormente, simplemente dejaban morir de tristeza, entre otros actos infames, eran el común denominador en esa calle de veteranos que vivían ajenos y solitarios, sumidos en la añoranza de otros tiempos menos brutales, delirando con un mundo sin crueldad, donde aún eran jóvenes y vivían rodeados de familiares y amigos que los valoraban y estimaban, tiempos remotos donde jamás se imaginarían que terminarían muriendo víctimas del abandono, y la más aterradora soledad.
O. Castro