El golpeteo de su corazón retumbaba con fuerza en sus oídos. Su boca estaba seca y sus manos sudaban mientras se estrujaban la una a la otra.    << Todo va a salir bien >> se repetía tratando de restarle importancia a los resultados, pero no podía dejar de pensar en lo mucho que le afectaba aquello. Hacía varios días que no descansaba y la noche previa, de plano no había logrado cerrar ni un ojo.

Con diecinueve años cumplidos, Arturo Lara, estudiante de segundo año en la facultad de filosofía y letras de la máxima casa de estudios del país, como se puede observar, era ya un hombre preocupado por múltiples y muy complejas situaciones de la vida cotidiana. Pasaba horas enteras devorando libros de toda clase de géneros en busca de certezas, o por lo menos, de conocimientos que él pudiera aceptar como verdaderas. Todo cuestionaba, casi todo lo negaba, todo rebatía y no había cosa de la que no se burlara con su muy típico cinismo de un chavo que ha vivido poco, pero ha leído mucho sobre lo que viven los demás. No obstante, en ese momento, a pesar de que su cerebro hacía grandes esfuerzos por suavizar la situación siendo objetivo, los hechos eran contundentes. Debía aceptar que había cometido un error, pero se negaba a aceptar que dicho error trajera tan funestas consecuencias para alguien que siempre trató de no arriesgarse jamás, por nada, más de la cuenta. Y es que obviamente, como todo joven de esa generación que ya nació con el Internet, no era ajeno a la información que en todo momento se daba sobre tan lamentable fenómeno, sin embargo, él siempre creyó, que debía tratarse de alguna muy bien elaborada patraña de algún imperialista hijo—de—la—gran—puta con inhumanos deseos de fastidiar a un segmento específico de la sociedad y de paso, por qué no, hacerse de mucho dinero.

Pero ahora, a pesar suyo, dudaba. Su cuerpo se cimbraba con los escalofríos de un miedo que, desde hacía ya dos años, le carcomía lentamente el ánimo alegre y el desprendimiento característico de la niñez que apenas comienza su crecimiento hacia una vida de sacrificios y arduo trabajo que es la juventud previa a la madurez. Hacia ya dos años que dudaba. Hacía ya dos años que la cosquilla amarga de una posible calamidad le había dirigido por el camino de la obligada soledad, el retraimiento y el silencio, actitudes propias de quienes pretenden ocultar cuanto guardan sus pensamientos por miedo a ser rechazado, a ser juzgado como anormal o peligroso. Hacía dos años que la culpa y la lástima se habían vuelto parte de su alma, y dos años desde que pensó por vez primera en poner en práctica la palabra <<suicidio>> para no tener que seguir atormentándose con sus propios temores y poder dejar de alimentar sus turbios y cada día más sombríos pensamientos.   

Sus pies se movían impacientes sobre el piso del lugar. La espera destrozaba su razón. Miles de posibilidades acudían a su mente para advertirle sobre las mejores formas de proceder dependiendo lo que se le informara. Todo cambiaría… Sabía que en unos minutos su vida podría dar un vuelco hacia la diversión, la despreocupación, la alegría y hacia la vida, pero comprendía también que las cosas podrían no tener solución, entonces las opciones no eran muchas. Pero ya estaba preparado.

—¿Señor Lara? – cuestionó de pronto una mujer al otro lado del mostrador.

El joven se petrificó de pánico y no respondió. Sólo se limitó verla con ojos de esperanza.

Ella repitió:

— Señor Arturo Lara, aquí están sus resultados…

Hacía ya dos años que había pospuesto ese momento. Mil pretextos estúpidos le habían alejado de aquel crudo enfrentamiento con la posibilidad de una realidad dolorosa. Pero finalmente, el amor creó en él la necesidad de tener una certeza y lo obligó a enfrentarse con el más angustiante de sus temores.

Intentó pasar saliva, pero le resultó imposible. Finalmente, tras unos segundos de turbación, se levantó, caminó hacia el mostrador y sin decir palabra, extendió la mano para recibir el sobre que cambiaría su vida para siempre.

Tomó el sobre, y sin abrirlo, lo miró como tratado de adivinar su contenido. Se volvió entonces hacia la enfermera que, ajena a su aprensión, se distrajo en algo más.

— Los resultados son confidenciales ¿verdad? — preguntó con voz ahogada.

— Claro que sí, puedes estar tranquilo – respondió y se giró para continuar con sus labores.

Arturo caminó entonces hacia la salida, teniendo mucho cuidado en ocultar su sobre de la vista de todos los que por ahí transitaban y que él sentía que le miraban, juzgándolo.

¿Qué haría ahora? La certeza que buscaba estaba en la bolsa de su pantalón, pero no sabía que hacer con ella.

Pensó entonces en su novia, Elizabeth, o “Eli” como tiernamente la llamaba. Ella era la razón de todo aquello. Mientras ella no existió en su vida, poco le importó saber si sus temores eran fundados o no, pero ahora, ante la clara posibilidad de un contacto sexual con ella, tuvo que hacerlo, la amaba demasiado como para dañarla por cobardía o negligencia, él no era así.

Entre dudas y temores, llegó a su casa, y tras confirmar que no hubiera nadie, subió a encerrarse en su cuarto. Era temprano, no pasaban de las diez de la mañana, por lo que todavía tendría algunas horas de soledad.

De pronto, se armó de coraje, y tras repasarse una y otra vez todo lo que podría hacer en cada caso, tomó el sobre con impaciencia y lo abrió de un sólo tajo. Sacó los papeles tamaño carta que había dentro… Estaban doblados en tres. Desdobló el primero y leyó con un ligero temblor en la quijada. Era una explicación del método que se había utilizado para la obtención de los resultados. Entonces, tomó el otro y, antes de desdoblarlo, cerró los ojos imaginado que su contenido le haría tan feliz como creía merecerlo. Tras leerlo correría en busca de su novia para hablarle de amor y para demostrarle con aquel simbólico papel que la amaba más que a nadie, y que antes de hacerle ningún daño, aunque se tratara de una simple duda, él, por cariño se había visto obligado realizar sin demora aquella prueba…

Ilusionado por aquella visión, abrió el sobre y leyó:

PUREBA:         VIRUS DE INMUNODEFICIENCIA     (VIH)

_______________________________________________________

RESULTADO FINAL………………………. “POSITIVO”      

Tras leer esta brutal afirmación, su conciencia pretendió, por unos instantes, no comprender del todo el significado de la palabra “positivo”, pero con cada nueva vez que la releía, su corazón se iba apagando y sus pensamientos comenzaban a ensombrecerse de una manera que difícilmente podrá ser descrita jamás.

El papel cayó de su mano y golpeó la alfombra de su habitación como el pesado ladrillo que era y que con tanta alevosía había aplastado lo más valioso que tiene un individuo: la esperanza.

Arturo experimentó entonces la enajenación propia de quien, sin poder encontrar respuestas, se ha vencido a la amargura y al sufrimiento de su propia tristeza. Se desplomó sobre su cama envuelto en el más puro y desgarrado de los llantos, y el saberse solo le permitió desahogar como nunca, el dolor más profundo y aberrante que un joven en plenitud puede sentir, porque es equivalente a la pérdida total de la fe; es quebrantamiento de los sueños, desilusión, desamor, odio, frustración, terror y todas aquellas otras emociones que abrazan la mente cuando se asume la certidumbre de una muerte joven, ineludible y anunciada.

Así trascurrieron horas, y el joven Arturo, aunque cansado, permaneció gimiendo aún hasta pasada la tarde. Sus padres llegaron tarde, como siempre, cansados y con le ánimo desecho, por lo que no se preocuparon mucho cuando al tocar repetidas veces a la puerta de la habitación de su único hijo, éste no contestó al llamado para comer, y aunque sí les causó extrañeza que durante el resto de la tarde y la noche el teléfono de su habitación sonara en varias ocasiones sin ser contestado, ellos lo adjudicaron a un berrinche típico de su edad. Y es que ellos no podían saberlo, pero su pequeño y adorado Arturo, yacía sumido en una cruel y angustiante pesadilla, donde los abismos de los más abyectos pensamientos destruían con rapidez la ilusión y la alegría que suelen ayudar a mantener vivos a los niños cuando se vuelven adultos.

II

El nuevo día lo sorprendió cuando los primeros rayos del sol se filtraron por entre las cortinas que cubrían su ventana. Su garganta estaba destrozada y sus ojos le ardían tanto como su estómago, se sentía enfermo. Se levantó como pudo para observarse en el espejo, pero no se reconoció. Se sentó al borde de su cama sin dejar de mirar su reflejo como tratando de dar crédito a lo que sus hinchados ojos le mostraban. Se veía flaco, pálido, cansado… desahuciado. Sin poder resistir más, bajó la vista, pero la imagen del papel doblado sobre la alfombra le hizo estremecerse nuevamente. Sintió el impulso de llorar, pero su organismo estaba agotado.

—¿Y ahora? — susurró suplicante tratando de recordar todo aquello que había pensado y que haría cuando supiera la respuesta en caso de ser positiva. Pero ya nada era como antes, la realidad traía un peso desconocido que inhibía los recuerdos y deformaba las ideas generadas en la incertidumbre. Y gracias a ese nuevo estado de confusión que roza la locura sin desprenderse de la realidad, ahora más que nunca le pareció absurdo que estuviera realmente infectado con el virus. Y es que, ¿no había sido sólo una vez, su primera vez? Sólo había tenido un contacto sexual y no había sido con otro hombre, ni se había drogado nunca, tampoco le habían hecho transfusiones de sangre jamás… entonces, ¿cómo era posible? Aquella primera vez había sido con una mujer casi diez años mayor, y aunque no usó protección, no le pareció que fuera de peligro. Tiempo después supo que ella se había suicidado, y a pesar de desconocer el por qué, se corrieron mil y un rumores, de entre los cuales, el que más llamó su atención fue, desde luego, que se había enterado que estaba infectada. Desde aquel momento, la duda lo había asaltado como una sentencia de muerte que, con el característico cinismo de la vida, le destruiría por haber disfrutado del calor de una mujer siendo aún tan joven.

Hoy, la sentencia se había cumplido.

Arturo sacudió la cabeza tratando de negar la realidad. Para él, la muerte lenta a que estaba destinado, era más que un simple morir joven, era el final para sus padres, la vergüenza, la incapacidad de lograr ya nada en este mundo donde la gente sólo acepta lo que es igual a lo que espera, y donde lo diferente se desprecia, se le aleja y se condena. Pensó en lo que dirían sus padres al enterarse, lo que harían al verlo morir lentamente frente a sus ojos. Lo que se comentaría entre sus amigos, lo que pensaría ella… Escenas de muerte rápida y menos trágica comenzaron a forjarse en su interior en busca de las mejores maneras de encontrarse con su destino sin tener que destruir la vida de los demás. El suicidio lejano, justificado a través de una nota, podría ser un fuerte golpe a sus padres, pero sólo sería uno, además, les evitaría la vergüenza y la tristeza que acumularían por años al verlo deteriorarse con cada nuevo despertar.

Pensaba que tenía que ser algo poco sucio, no muy dramático, sin sangre, de ser posible, para que, al revisar su cuerpo, su madre no muriera de la impresión y únicamente llorara de tristeza e incomprensión. Una sobredosis, tal vez; un ahogamiento, era mejor; ahorcarse, doloroso, pero efectivo…

Arturo meditó con seriedad éstas y otras reflexiones, pero no como el adolescente asustado que se ve sobrepasado por los problemas, sino como el hombre decidido que no las ve ya como simples escapatorias de cobarde, sino como la única posibilidad de encontrar la paz y reivindicar la falta hacia sus seres amados al evitarles el sufrimiento lento y prolongado de un cuidado que es inútil, costoso y que sólo haría más dolorosa su propia agonía.

Un par de gruesas lágrima derramaron sus ojos y tragó con dificultad al pensarse muerto y en ausencia de sus padres, pero casi se desmaya de tristeza al pensarlos a ellos destrozados tras encontrar el cadáver de su hijo amado, sin saber que todo había sido planeado por su bien y para su tranquilidad. Ellos tal vez no lo soportarían, pero era mejor un único y duro impacto, que una vida de tristeza e incertidumbre ensombreciendo sus almas hasta que el virus decidiera liberarlo del dolor.

Sumido en lúgubres pensamientos como los anteriores, Arturo se perdió en una realidad diferente a la de su alrededor. Su teléfono sonó nuevamente en varias ocasiones, pero él nunca lo escuchó o pretendió no hacerlo. Comió, pero más por inercia y costumbre que por apetito; salió, pero nada dijo a nadie y a nadie contestó nada, y cuando finalmente se enfrentó a sus padres, nada pudo decirles y ellos, sin inquietarse, nada quisieron preguntarle. El infernal abismo en que vivía parecía no afectar más allá de sus propios pensamientos, y notó que los demás, ajenos a cuanto le acontecía, le tomaban por aquel que pasa por un mal momento, algo que era ya común en él, y de pronto se dio cuenta que podía seguir viviendo sin que nadie se diera por enterado que era un joven “apestado”, sentenciado a muerte.

III

Los días pasaron y se fueron sumando en semanas de aislamiento casi total. No hacía nada más que tumbarse en su cama para perderse durante horas viendo series. De vez en cuando abría uno de sus muchos libros, pero no podía lograr concentrarse en la lectura. Su novia, preocupada había hecho intentos de saber lo que le ocurría, pero la evidente apatía de Arturo la desmotivó con la rapidez y el egoísmo de la juventud imperiosa que se niega a sacrificar su tiempo en pos de aquellos por los que no pueden sentir empatía o cuyos problemas les son tan ajenos y lejanos, que los consideran ridículos e inventados. Así, sólo un par de semanas fueron suficientes para lograr que ella se diera por vencida y buscara ahogar su llanto de dos días, primero en los brazos de sus amigas, y luego en los del acomedido amigo, que con acomedidos cuidados y fingido cariño, logró hacerla suya antes de haber transcurrido un mes.

Lo mismo ocurrió con los pocos amigos de Arturo, quienes fueron perdiendo el interés en él tras varios desplantes que primero les sorprendieron por lo enérgicos y groseros, pero que luego consideraron propios de un muchacho “dañado” y anormal del que era mejor estar alejado.

Sus padres y familiares, aunque notaban su extraño comportamiento, lo adjudicaban rápidamente a conflictos y “etapas” propias de la edad, por lo que le “dejaron ser”, sin molestarlo.

La soledad de Arturo se volvió absoluta. Aunque todas las mañanas se levantaba como por inercia, rara vez iba a la universidad y cuando iba, casi nunca entraba a clases. Pasaba la mayor parte del tiempo caminando sin rumbo tratando de ahogarse en su miseria. Se compadecía a sí mismo, se odiaba y odiaba a los demás. La alegría y despreocupación de la juventud circundante le causaba un agudo dolor en el pecho. A veces lo asaltaba el llanto en la calle, pero lo hacía siempre en silencio y sin que nadie lo notara. Cada vez comía menos y cada vez dormía peor. Su salud comenzaba a flaquear y cada nuevo aviso de su cuerpo lo interpretaba como una evidente señal de su padecimiento. Manchas en la piel acudieron a aterrorizarlo al cabo de unos meses, e inexplicables laceraciones dentro de su boca le hacían sentir de cerca el virus infectando rápidamente su cuerpo.  Continuas y duraderas gripas iniciaron su asalto debilitándolo cada día más. Se sentía constantemente con fiebre, sudaba copiosamente por las noches y le costaba respirar, algunos alimentos comenzaron a darle asco y prefería ya no exponerse mucho al sol que sentía que le quemaba la piel.

Seis meses de absoluta pesadilla transcurrieron sin que él pudiera encontrar un brillo de lucidez que le permitiera reaccionar para buscar ayuda o mejorar su calidad de vida. En medio año se derrumbó con el peso de la certeza que creyó poder controlar, el mismo tiempo que llevaba huyendo de la única solución que había creído posible.

Repasaba ya sin mucho interés los procedimientos para quitarse la vida, pero cada nuevo amanecer le sorprendía aún vivo. Y cada día lo moría sin lograr alcanzar el valor necesario para morirse de verdad.

Cada nuevo día era un despertar al infierno, era caer de un sueño donde las cosas eran como él las deseaba para aterrizar en el aislamiento y terror de enfrentarse a una nueva jornada de tedio, sufrimiento y angustia. Y así continuó haciéndolo el primer año hasta que un día, tuvo una revelación.

Al despertarse una mañana tras haber dormido bien por vez primera en mucho tiempo, tuvo una muy placentera sensación de comodidad y descanso. En su cuarto, la luz del sol penetraba generosa iluminándolo todo con matices dorados. Arturo se levantó, bostezó y se estiró al mismo tiempo sintiéndose revitalizado por aquel buen sueño. Pero cuando inició su rutina de aseo y aunque el recuerdo de su pesadilla le atacó, el impacto de la realidad que por unos segundos había olvidado, le hizo dudar como antes solía hacerlo siempre. Corrió a al cajón y miró el papel con los trágicos resultados. Lo miró con odio, pero también con escepticismo, pues aún sentía la curiosa sensación de bienestar en todo su cuerpo. A pesar de ello, momentos después comenzó a padecer la debilidad física a la que ya se había acostumbrado. Arturo se sentó desconsolado en la cama. << ¿Pero por qué?>> pensaba <<¿Por qué a mi? ¿Por qué ahora?>>. Para Arturo no era justo que una persona sana tuviera que sufrir e incluso morir por haber disfrutado del placer físico de una mujer… y de pronto, tuvo un pensamiento fugaz que fue toda una revelación para él.  << ¿Y los homosexuales sí?>>. Arturo de pronto se quedó meditando la veracidad de que el SIDA fuera como se decía, una enfermedad de homosexuales, pero algo no le pareció coherente y una cascada de ideas antiguas acudieron a hacerle compañía. Se levantó meditabundo y salió de su casa como solía hacerlo para vagar por las calles, sólo que con la diferencia de que ésta vez, lo hizo para buscar respuestas y no para distraerse de su tristeza.

IV

Sentado en el parque de su colonia, Arturo pasó horas enteras dándole vueltas a una idea que no alcanzaba a cuajar dentro de su cabeza. Frente a él, una farmacia ostentaba un letrero fluorescente señalando el precio de oferta de cierta marca de condones. Le pareció obsceno, pero no podía dejar de leer el letrero. <<¿Cuántos condones no venderán esos desgraciados?>> La súbita e inconsciente pregunta le heló la sangre. Se levantó y comenzó a caminar dando vueltas en círculos. <<No puede ser, no por condones>>. La idea de que aquella enfermedad hubiera sido premeditadamente iniciada con el fin de disparar la venta de condones le hacía sentirse incómodo. Debía haber algo más, algo que pudiera explicar el por qué carajos de pronto aparecía una enfermedad irreversible y mortal que casualmente atacaba la gente a través de la práctica más común y natural en el ser humano: la sexualidad.

Consternado por sus propios pensamientos decidió buscar información.

Desde la última década del siglo XX, la información se había movido dramáticamente de los libros y sus bibliotecas a las computadoras personales y los populares café-Internet.

Entró en uno de ellos, pidió una máquina e inició la búsqueda. Cientos de páginas informaban sobre el fatídico virus.

Ahí descubrió que los primeros casos del Síndrome de Inmuno Deficiencia Adquirida (“SIDA”) habían sido encontrados en Estados Unidos, específicamente en la ciudad de Los Ángeles, en junio de 1981, donde el Dr. Michael Gottlieb y colaboradores describieron una inusual aparición de enfermedades características de pacientes inmuno—deprimidos en pacientes jóvenes previamente sanos. Todos ellos eran hombres jóvenes, con conductas homosexuales. A esto le siguió el anuncio de otra supuesta epidemia de un raro tipo de cáncerque afecta a los vasos sanguíneos de la piel o de ciertos órganos internos, el Sarcoma de Kaposi, que anteriormente sólo se había observado en ancianos. Y como al principio la enfermedad se restringía a los homosexuales, eso había llevado a algunos autores a denominarla «Síndrome de Inmunodeficiencia Relacionada con Homosexuales”. Pero poco después pasó a ser calificada como la enfermedad de las cuatro H: homosexuales, hemofílicos, heroinómanos y haitianos, ya que todas esas características parecían asociarse. Tiempo después se diagnosticaron 51 casos entre ciudadanos de origen haitiano que no eran homosexuales, ni drogadictos y que tampoco recibieron transfusión alguna de sangre; así que pronto se llegó a comprobar que se trataba de un contagio fortuito y que el SIDA no tenía que ver con razas, conductas, ni preferencias sexuales. Finalmente, en mayo1983, el equipo dirigido por el doctor francés Luc Montagnier, logró el aislamiento de un agente viral en material proveniente de un paciente en París, pero en abril de 1984 el norteamericano Robert Gallo, conocido por haber descubierto el primer retrovirus humano (el HTLV I), descubrió un segundo virus, de la misma familia (el HTLV III), que dijo era el causante del “SIDA”. Esto derivó en una larga querella franco—norteamericana, que terminó demostrando la equivalencia de los virus descritos  por los dos laboratorios  y el virus pasó a denominarse HIV—I (Human Inmunodeficiency Virus) y se definió una doble paternidad Gallo— Montagnier

Tras leer todo eso Arturo bufó por aquella estúpida controversia, pues le pareció idiota buscar gloria a través de un descubrimiento tan terrible y desafortunado. Luego prosiguió su búsqueda leyendo con escepticismo las hipótesis de que, el SIDA, era originario de África y pudo haberse contagiado al ser humano a través del mono verde africano, el cual estaba afectado por retrovirus parecidos al retrovirus humano y supuestamente eran utilizados en ritos de fertilidad africanos. Se decía que eso podría haber contaminado al hombre y posteriormente haber llegado a EE.UU. vía Haití, ya que ese país era el lugar de vacaciones preferido por los homosexuales en la década de los 70´s . El artículo señalaba que la facilidad de los viajes y la “promiscuidad” sexual habrían sido la causa de que se propagara el virus por el resto del mundo.

<<Qué estupidez>> pensó enojado.

De pronto, encontró un artículo amarillista donde se rumoraba que el virus se había escapado de los laboratorios estadounidenses donde manipulan artificialmente los ciclos de los virus con el objeto de producir nuevas armas bacteriológicas. En otro, el que más coraje le dio, señalaban que la enfermedad estaba considerada como un «castigo de dios» para los “pervertidos”, y que aquello, era un bien para la humanidad, pues acabaría con los pecadores y devolvería al hombre al orden natural de las cosas. <<El colmo de la imbecilidad>>– Murmuró fastidiado.

Uno más mencionaba un posible origen simple en base a la evolución natural de los distintos organismos que habitan la tierra y luchan por su sobrevivencia, un proceso que los seres humanos han acelerado y desequilibrado con profundas alteraciones ecológicas ocurridas en todos los ámbitos, y que algo similar podía haber ocurrido al interior del organismo humano. Aquella hipótesis le pareció lamentablemente probable, pues era lógico pensar que la degeneración del sistema inmunológico humano podía tener su causa en la contaminación humana, en los excesos y carencias alimenticias, la drogadicción y otras tantas formas modernas de corrupción física.

Así continuó su búsqueda hasta que encontró un artículo que lo intrigó de manera especial. En él se hablaba de que en laboratorios y bancos de sangre que guardaban normalmente muestras de suero de muchos años, se había hecho una investigación con el fin de realizar una pesquisa de anticuerpos contra el virus del SIDA en África de 1964 en adelante, lo que demostró que no había anticuerpos con anterioridad a 1975, que la enfermedad era completamente nueva y que apareció a finales de los 70`s o principios de los 80`s. Pero una información oficial de la Organización Mundial de la Salud, le pasmó, pues en ella se resumían todas sus dudas: “No se conoce el origen del virus del SIDA”.

Arturo se reclinó en su asiento y se mesó los cabellos consternados, él tenía razón, todo podría ser premeditado, quizá hasta una mentira.

V

Durante varios meses más Arturo continuó recopilando información, atando cabos y tratando de hallar respuestas.

Datos como que el primer caso de SIDA demostrado en los Estados Unidos fue fechado en 1969 en un paciente de color de dieciséis años de edad al analizar muestras conservadas, le intrigaban. Eventos sonados como la sesión especial de la Asamblea General de la ONU celebrada en 1988, donde se declaró por unanimidad el interés universal y la lucha coordinada contra la enfermedad; o la determinación de considerar el 1º de Diciembre como día mundial de la lucha contra el Sida; o la cumbre sobre SIDA en París en la que se declaró que la humanidad estaba amenazada por la pandemia del SIDA y donde los países firmantes se comprometieron a implementar las estrategias adecuadas para enfrentar la emergencia sanitaria, le parecían parte de una elaborada y muy bien articulada estrategia de mercadotecnia que llevaría a las empresas farmacéuticas, laboratorios y aseguradoras a incrementar sus ventas y acciones a niveles jamás vistos.

Y es que parecía ser una enfermedad perfecta, que ataca primordialmente a los homosexuales por su  “desviado” estilo de vida; a los drogadictos, por las sustancias ilícitas que se suministraban compartiendo jeringas infectadas, y a los pobres de países tercermundistas, por su ignorancia y por su misma miseria. Todo el panorama se presentaba demasiado cínico a los ojos de Arturo, quien ahora podía ver con claridad la inteligente artimaña con que algún grupo poderoso del primer mundo (tal vez sólo un par de personas) intentaba librarse de un gran segmento de la población mundial, tal vez por considerarla inferior, inmoral o simplemente objeto perfecto de su estrategia de mercado.

A través de esa enfermedad ganarían inexistentes cantidades de dinero condicionando la conducta y redefiniendo las normas y la cultura sexual de toda la humanidad hacia el nuevo siglo, al tiempo que determinarían la supremacía de una raza o sociedad que se iría adaptando lentamente a los nuevos parámetros y exigencias producto de la amenaza del SIDA gracias, única y exclusivamente, a su poder adquisitivo. Con ello, el futuro garantizaba la muerte de cientos de millones de personas marginadas de Centro y Sudamérica, de África y Asia, lo que aseguraría riqueza por décadas para los países productores de los países industrializados y el ahorro sin precedentes en recursos económicos y naturales que dejarían de ser gastados en aquellos que habrían de morir.

Los elevados precios de los medicamentos lograrían que así fuera, y al mismo tiempo, la necesidad de aquellos con posibilidades, aseguraría la demanda y el enriquecimiento de los creadores.

Muy pronto, Arturo pudo vivirlo en carne propia. Con el tiempo, sus síntomas dejaron de ser psicosomáticos y se tornaron dolorosamente reales, por lo que tuvo obligación de comprobar no sin indignación, que en ese momento, las drogas ARV (anti—retrovirus) como el DDI, DDC, 3TC, D4T, Saquinavir, Invirase etc., activas contra VIH, que diferían de la primera (AZT) en su toxicidad, abrían el camino para tratamientos combinatorios o secuenciales, es decir, tratamientos basados en el uso simultáneo o sucesivo de 2 o más drogas (cocteles), y que éstos podían llegar costar desde 4 mil hasta un poco más de 10 mil dólares anuales.  Pero esto era sólo el precio de medicamentos específicos, pues había mucho más que sumar a la cuenta de la enfermedad.

Así pues, hizo cálculos sobre los requerimientos de un tratamiento médico básico ambulatorio durante un año. Si el tratamiento requiriera tres medicamentos como AZT, 3TC e Indinavir, costarían cerca de $100,000 pesos; más un profiláctico (Trimetropin/Sulfametoxasol, $450pesos; más 2 estudios de carga viral ($2,700pesos); más 3 estudios de conteo de linfocitos CD4 ($2,000 pesos), 4 biometrías hemáticas ($150 pesos), una prueba de funcionamiento hepático ($150pesos) y 4 consultas médicas especializadas ($1500pesos), el importe sería de casi 110mil pesos por año, o lo que era lo mismo, alrededor de 9mil pesos al mes. Pero si requería hospitalización, a todo esto, debían sumársele $1,500 pesos por cada día en un hospital público cualquiera. Al final, el total era un descabellado número: casi 55 mil pesos mensuales en sanatorio. **

Al terminar de hacer cálculos dejó caer el lápiz con que apuntaba y maldijo por lo bajo. Le parecía terrible y a la vez ingenioso que hubiera una enfermedad para pobres y “desviados” que sólo podían pagar los ricos.

— ¡Al carajo! – dijo molesto, y tomó una decisión: no compraría nada.

VI

A más de un año de su diagnóstico, la mala alimentación, su delicado estado de ánimo y su inactividad habían mellado su condición física. Un cúmulo impresionante de información sobre la enfermedad saturaba un cajón de su escritorio, pero a nadie había comentado aún su estado ni sus dudas.

Cierto día, con ánimo de arriesgarse, acudió a un grupo de ayuda y le pareció horrendo ver tantas personas destruidas por una misma razón: el contacto sexual sin protección. Pero cuando le tocó su turno para hablar, no pudo comentar nada de lo que realmente pensaba. Sin embargo, una muchacha, enflaquecida y demacrada por el evidente avance de su mal, al verle se acercó tratando, paradójicamente, de animarlo. Se cruzaron un par de palabras amables y muy pronto se encontraron riendo como tontos de tragedias que normalmente les hacían llorar en soledad. Dominica era su nombre y aunque aparentaba menos edad, rondaba ya los 25 años. Dominica le confesó que había sido violada a los 18 en un antro por un par de sujetos y que alguno de ellos la había contagiado. Él se escandalizó y se enfureció con los detalles, pero ella parecía ver ahora todo con una filosofía que le pareció en principio enajenada, aunque la manera en que le explicaba las cosas le hizo cambiar de parecer. Ese día fue distinto, pues por vez primera pudo sentir que podía dejar de actuar y hablar abierta y naturalmente de su padecimiento, eso le hizo anormalmente feliz.  

A la sesión siguiente acudió con un ánimo más o menos resuelto y al verla, sonrió. Ella, correspondió, y al término de la sesión volvieron a enredarse en un mar de palabras. Así, cada nuevo día de terapia grupal acudieron ansiosos por desahogar sus angustias, pensamientos y deseos el uno en el otro, hasta que, en una ocasión, ella le comentó:

— ¿Sabes? hay veces que hasta pienso que el SIDA es un invento.

Arturo la miró maravillado y asintió, pero la dejó continuar.

— … y es que me parece absurdo y sospechoso que justo ahora que está tan avanzada la tecnología aparezca un virus de transmisión sexual… y es que… ¿Qué no ha habido sexo desde que el hombre es hombre? … y eso de que ataca principalmente a los homosexuales y a los que llevan un estilo de vida promiscuo o “degenerado” … ¿No se te hace una estupidez? – Arturo volvió a asentir—. Los homosexuales han existido desde siempre y desde siempre se ha dado la sodomía y la perversión, es más, hasta la zoofilia es tan antigua como el hombre mismo… entonces ¿Cómo y por qué demonios vino a aparecer esto justo 10mil años después del inicio de la civilización humana? ¿Y por qué justo ahora cuando la medicina está más adelantada que nunca?  

Arturo la miraba extasiado. Aquellas palabras habían terminado por cerrar los pensamientos que él ya poseía en su cabeza y adquirieron de pronto la certeza que le hacía falta.

— Porque ha sido creada intencionalmente para controlar y crear un nuevo orden de las cosas – dijo con cierto temor.

— ¡Desde luego! – gritó ella—, y para enriquecer a un puñado de hijos—de—puta.

— O sea que tú crees que no fue un error, sino que fue hecho con toda la alevosía de los químicos y biólogos que debieron trabajar en el proceso ¿no?

— Pero desde luego, un error de esa magnitud no puede ser posible si no se tiene el apoyo directo de los gobiernos predominantes, sería tanto como declarar una guerra. No. Esto ha sido algo perfectamente planeado para causar estragos controlados en grupos de personas específicos. La cura desde luego que ya existe, y te aseguró que jamás verás a un hombre o mujer importante contagiada de VIH, y no me refiero a gente del espectáculo como actores, músicos o deportistas, sino a presidentes, primeros ministros, dueños de grandes compañías, directivos de la CIA y esas cosas, o miembros destacados de organizaciones élite, de esos que rigen los destinos del mundo, y los verás siempre sanos a pesar de ser más “putos”, zoofilicos y drogadictos que sus mismísimos padres.

Arturo abrió mucho los ojos ante semejante declaración, pero entre risas no pudo menos que estar completamente de acuerdo. Sin embargo, rápidamente se puso serio.

— Es claro, sin embargo, que la enfermedad existe, mucha gente ha muerto ya— dijo Arturo con el rostro ensombrecido.

­— Desde luego que sí, veme a mí, soy la viva imagen del SIDA, estoy al borde de la fase 3 y no es porque me lo esté inventando.

Arturo sintió que su corazón se estrujaba al escucharla, y al verla con esa característica sonrisa iluminado su pálido rostro, sintió que debía decir algo, lamentablemente no pudo encontrar las palabras que creía podrían alegrarla o reconfortarla y que sabía que, a pesar de todo, ella estaba esperando.

VII

Meses más tarde, la amistad de aquellos dos amigos se había vuelto de acero. Pasaban la mayor parte del tiempo en casa de sus padres, pues los de ella, por miedo e ignorancia, le habían dado la espalda desde que se enteraron de había sido violada e infectada. Desde entonces su vida se había vuelto errante, vivía esporádicamente con amigos piadosos, a veces con desconocidos humanitarios, pero casi siempre en casas hogar. Los padres de Arturo, consternados por el evidente deterioro físico de su hijo y por aquella extraña nueva compañía, pensaron muy tarde que su hijo se encontraba metido en serios problemas, sin embargo, sus fatídicos presentimientos sólo llegaron a considerarlo un drogadicto. Cuando intentaron hablar con él, no pudieron sacar más que un conciliador y poco tranquilizante “estoy bien, no se preocupen”. Y cuando volvieron a insistir con mayor énfasis y decisión, fueron víctimas de un sinfín de resonantes palabras de desprecio que por lo nerviosas e inesperadas tuvieron la virtud de ahuyentarlos de él.

A Arturo ya no le importaba que sus padres estuvieran preocupados y lejos de él, pues, después de todo, lo habían estado durante los años que llevaba sufriendo en silencio. Por otro lado, había encontrado en Dominica la compañía ideal. Era sumamente aguda e inteligente, era divertida y optimista, además, no era fea, pero lo más importante, era que compartían el mismo mal y, por ende, el mismo destino.

Sin pretenderlo, el cariño de ambos fue creciendo de intensidad con la misma fuerza con que se acentuaba la dependencia del uno en el otro. Se platicaban todo, hasta los más íntimos y escondidos detalles de sus vidas, de sus sueños y de su personalidad. Al cumplir el año de haberse conocido ya no había secretos ni pudores entre ellos. Se expresaban su cariño abiertamente e hicieron el amor en un par de ocasiones. Sin embargo, el virus avanzaba en ella debilitándola y muy pronto logró vencer la pasión y el deseo sincero que sentía por él. Arturo comprendía y la abrazaba reconfortándola, y así continuó amándola, con abrazos firmes y caricias suaves, pero, sobre todo, con palabras tiernas de esperanza y amor.

Un día ella le platicó que un paciente de la clínica de asistencia pública donde le practicaban análisis, afirmaba conocer un doctor que decía haber descubierto que el virus del SIDA era una mentira. Se trataba de un hombre de edad adulta con cáncer terminal. Ella, con la agudeza que la caracterizaba logró sustraer suficiente información del hombre como para no considerarlo un charlatán y de inmediato corrió a comentárselo a Arturo.

— Dice que el SIDA no es una enfermedad infecciosa, no se contagia ni se transmite sexualmente, es más, dice que el virus del SIDA ni siquiera existe.

— ¿Dijo eso?

— Sí – afirmaba Dominica entusiasmada —. Dice que un amigo suyo trabajaba con un tipo de cáncer o tumor llamado sarcoma de Kaposi en Africa, el cual produce inmunodeficiencia, y que esto lo llevó a seguir estudiando sobre otros casos de inmunodeficiencia.

Dominica hablaba con la excitación propia de quien descubre un tesoro. Arturo escuchaba expectante.

— Eso le llevó a notar que en algunos bares gay norteamericanos el uso de drogas y afrodisiacos para practicas sexuales sadomasoquistas estaban provocando problemas en el sistema inmunológico de varios de ellos. Pero que de eso al SIDA mediaba un abismo.

— ¿O sea que no existe el SIDA…? — preguntó Arturo emocionado.

— No, no tanto como eso, me dijo que era una enfermedad generada por la exposición a agentes tóxicos o algo así, y que esto se refleja en un lamentable deterioro del sistema inmunológico.

— ¿O sea?

— O sea que según él si desintoxicamos nuestro cuerpo de los agentes tóxicos podemos dejar de tener SIDA.

Arturo se abalanzó a ella en un ataque de euforia y aunque la lastimó ella no dijo nada y lo dejó aplastarla con aquella cálida fuerza.

— Debes pedir que nos lleve con ese amigo.

— Desde luego, pero debemos difundir esta información ¿te imaginas lo que pasaría? ¿Te imaginas cuanto sufrimiento le ahorraríamos a tanta gente? ¿Te imaginas?…

Ella siguió soñando en voz alta,  pero Arturo, aunque la miraba, ya no la escuchaba, pues la posibilidad de quitarse aquella gran losa de encima y salvar la vida le había devuelto también la capacidad de soñar.

VIII

Dominica le suplicó al hombre que le dijera quién y dónde podía encontrar al amigo del que tanto le hablaba, pero la condición de aquel señor se había deteriorado notablemente. Parecía no reconocerla, y fueron necesarios varios viajes de Arturo y ella a la clínica para encontrarlo despierto. Sin embargo, el hombre estaba tan débil, que apenas y podía mantener los ojos abiertos.

Dominica acudía día tras día y lo acompañaba anhelante durante un par de horas, esperando que pudiera despertar en cualquier momento para contarle aquel ansiado secreto.

Lamentablemente, también la salud de Dominica comenzó a flaquear ostensiblemente al cabo de un mes. Arturo, preocupado gastaba cuanto tenía para comprarle su coctel de medicamentos, y gracias a ellos, Dominica parecía a veces recobrar su brío natural, pero cada vez el efecto de las drogas era menos notorio, pues necesitaba más y más potentes retrovirales.

Muy pronto, los gastos de Arturo superaron su capacidad y sus padres, en un alarde de disciplina decidieron retirarle su mesada. Arturo, desesperado intentó conseguir trabajo, pero su condición tampoco era la mejor. Él trataba de ocultar su padecimiento, pero su aspecto lo delataba. En las entrevistas debió aceptar, en más de una vez, que se encontraba infectado, y siempre, una mueca de asco y una actitud de absoluto rechazo le obligaron a buscar pronto la salida. A pesar de todo, siguió intentando, pues las drogas eran necesarias para Dominica que cada día estaba peor. Finalmente, un día logró ser aceptado para un trabajo temporal de repartidos de publicidad en cierta zona de la ciudad. La paga era poca y se iba íntegra a la compra de los medicamentos de Dominica.

Dominica le agradecía tratando de mostrarse sana y alegre para él, haciéndole ver que su esfuerzo tenía sentido, aunque en la realidad, su condición continuaba su indefectible marcha hacia la muerte. Por ello, asustada por la inminencia de su destino, decidió continuar acudiendo y quedarse una mayor cantidad de horas al lado de aquel hombre que agonizaba.

Sobre su lecho lloraba tratando de explicarle que a ella también se le acababa el tiempo, y que él podía cambiar su historia y la de la persona que más amaba. A él le prometía de rodillas que su información sería utilizada con inteligencia y que trataría de hacerla llegar al mayor número de personas en el mundo para que dejaran de sufrir y de morir sin sentido. Pero el hombre sólo lloraba con ella incapaz de moverse y decir palabra.

Un día, Dominica empeoró y cayó definitivamente en cama. La necesidad imperiosa de un tipo específico y muy caro medicamento colmó la paciencia de Arturo. Vagabundeó por las calles tratando de encontrar la manera de conseguirlo y lloró exasperado al recordar las duras palabras y negativas de sus padres que, creyendo que utilizaba el dinero para drogarse con su “amiguita”, se lo habían negado. Una lucha dolorosa surgió dentro de él. Debía decirles la verdad, tal vez comprenderían y le ayudarían dándole el dinero. Pero la sombra del temor al rechazo era un elemento de muy seria reflexión.

No obstante, la urgencia y la necesidad habían cambiado por completo su ánimo. Así que ese día decidió ir y confesarlo todo. 

Encontró a sus padres en la sala viendo la televisión, ellos trataron de simular no verlo entrar. Él, enfurecido por aquella actitud, se puso frente al televisor y sin pensarlo dos veces, comenzó a hablar al tiempo que sus lágrimas corrían por sus mejillas.

Sus padres, atónitos en un principio, irrumpieron de pronto en escandaloso llanto, luego explotaron en dolorosas injurias contra él y la amiga que rápidamente señalaron como la culpable de aquella inconcebible tragedia. Su padre se levantó histérico, y tras zarandearlo, lo maldijo y lo arrastró fuera de la casa con la violencia propia de quien ha perdido la cabeza. Arturo intento objetar en un principio, pero al verse llevado de aquella manera hacia la calle, sintió morir su ánimo y se dejó mangonear hasta que se encontró de cara contra la banqueta. Ahí se quedó varios minutos llorando como siempre, sin escándalo, deseando que fuera un sueño lo que acababa de suceder y rogando a Dios que la puerta se abriera para darle el cariño, la comprensión y la protección que tanto necesitaba.

La puerta nunca se abrió.

La noche cayó lentamente hasta cubrir de oscuridad la ciudad. Arturo divagó completamente ausente durante horas sin pensar ni reparar en nada. Pero cuando el recuerdo de Dominica le asaltó, la imperiosa necesidad de aquel medicamento le heló la sangre. Enloquecido, tomó la determinación instintiva de obtener a toda costa la onerosa droga y se dirigió a una Farmacia. Ahí, la pidió para que se la mostraran, y cuando le pidieron la receta, la tomó y huyo con ella corriendo como el demonio en que se había convertido. Aquel acto había sido casi instintivo y en ningún momento sintió remordimiento por él, le pareció, la única salida.

IX

Dominica pudo, gracias a esa dosis recuperarse momentáneamente y quiso regresar con el hombre, pero le fue imposible hacerlo sola. Arturo le acompañó llevándola casi sobre su hombro, sin embargo, la visita fue infructuosa. Al regresar, Dominica le recomendó que la llevara a urgencias, pues sentía que ya nada tenía que hacer en la casa donde la tenían. Él la llevó a regañadientes tratando de convencerla y de convencerse de que se encontraba bien. Al llegar, nadie quiso en un principio hacerse cargo de ella, pero un par de horas más tarde, un desfallecimiento de Dominica sobre los brazos de Arturo llamó la atención de un par de jóvenes doctores que de inmediato acudieron con una camilla para socorrerla.

Arturo firmó los datos de entrada como un familiar y a él le hicieron responsable de conseguir los copiosos y costosos medicamentos que Dominica necesitaba.

Arturo asintió, ya más en estado de trance que nada, pero salió del hospital con la firme intención de conseguir aquellas drogas. Caía la tarde y aún no encontraba la manera de conseguirlas. A varios encargados de farmacias rogó histérico que le regalaran un par de ellas, pero las negativas eran rotundas a pesar de que la conmovedora historia de su amiga moribunda en el hospital lograba tocar fibras sensibles en ellos.

Sofocado por su miseria y la necesidad, caminó como fiera que busca su presa por una zona comercial de aquella parte de la ciudad, y cuando se le presentó la oportunidad, arrebató sin pensarlo el bolso de una señora e inició la fuga seguido por el marido y el hijo.

Milagrosamente pudo escabullirse, pero el cansancio de su cuerpo casi era total. De la bolsa pudo sustraer dinero en efectivo, pero como no era suficiente buscó un mercado dónde poder vender el celular y los artículos de belleza que comentó, había encontrado tirados.

Ya de camino al hospital, pasó a la clínica donde trataban al hombre con cáncer. Como no lo reconocían logró entrar hasta después de un rato, y para su sorpresa el hombre estaba hablando con uno de sus doctores.

Arturo corrió a él y éste le miró con sorpresa, pero la rápida y acalorada explicación que le dio le recordó a la delgada y tierna mujer que cada día acudía a hacerle compañía.

El hombre pidió lápiz y papel y escribió el nombre y la dirección del amigo investigador.

— Dile que vas de parte mía – dijo entre tosidos y Arturo salió corriendo a darle las buenas noticias a su amada Dominica.

Al llegar a urgencias entregó los medicamentos que había comprado y entró a ver a su amiga.

Su tez era tan blanca como el suelo del lugar y sudaba copiosamente. La evidencia del deterioro en su piel manchando su cara le daba un aspecto lamentable.

Arturo se acercó con una enorme sonrisa, la acarició y besó tiernamente ante el asombro de varios médicos y pacientes de las cercanías que no pudieron ocultar su repulsión.

 Con palabras de aliento le comentó la buena noticia sobre el hombre de la clínica y Dominica, incapaz de demostrar su alegría de forma física, le sonrió con la mirada.

Arturo le aseguró que a la mañana siguiente iría sin falta verlo y traería para ella las mejores noticias. Dominica estaba exhausta y se quedó dormida mientras Arturo hablaba. Él se quedó sentado junto a ella toda la noche sin poder dormir. Una nueva esperanza había renacido en él, y eso era lo único que una persona en su condición necesitaba para vivir.

X

Cuando Dominica despertó era tarde y Arturo no estaba a su lado. Una emoción inmensa la invadió cuando recordó sus palabras de la noche anterior, así que cerró los ojos y decidió no abrirlos hasta que él llegara con las noticias que cambiarían sus vidas.

Arturo, acudió a la dirección señalada y fue recibido por la esposa del doctor. De inmediato inició apresuradas explicaciones que fueron detenidas de golpe al anunciarle que el doctor había muerto de un ataque al corazón hacía apenas unos meses. El impacto de un mazo en su cabeza no habría tenido un efecto tan dramático en él. Derrotado, Arturo se dejó caer en el umbral de la puerta incapaz de encontrar la manera de levantarse de nuevo.

Sin embargo, como entre sueños, vio alejarse a la amable señora de su campo de visón y luego regresar hasta él con varios folders amarillos.

— Es la información de algunas de sus investigaciones sobre el virus… espero que te sirvan de algo, a mi no me sirvieron de nada— dijo la amable señora al depositarle los papeles sobre las piernas.

Incrédulo, Arturo hojeó el contenido de aquel legajo y la histeria y la vida volvieron a él como una llamarada. Se levantó y tras abrazar a la señora echó a correr por las calles de ese vecindario en busca del colectivo que le llevaría a ella.

Sentado en el pequeño autobús que le transportaba, Arturo no pudo dejar de leer fascinado lo que en aquellos papeles se afirmaba. La mayor parte de ellos estaban impresos o escritos a máquina, pero al lado de las gráficas, tablas y datos técnicos que él no entendía, había varias anotaciones. Ahí centró su mirada y leyó:

…estudios de sangre mensuales arrojaron que a los negativos primero se les bajaban los linfocitos, es decir primero les daba inmunodeficiencia y meses o años después era que aparecían las pruebas positivas, lo que indicaría que primero les daba la enfermedad y luego les entraba la causa… Nota: Es un error, en enfermedades infecciosas primero se infecta con la causa y luego se da la enfermedad.

Arturo pasaba de hoja en hoja con el corazón palpitante hasta que encontró un enunciado subrayado con tinta que decía:

… probablemente el SIDA sea una enfermedad toxica, no infecciosa.

Al leer esto su pecho dio un brinco y sus ojos se inundaron en lágrimas. El hospital estaba cerca y siguió leyendo apresuradamente.

seropositivo en pruebas de SIDA puede indicar tan sólo un alto nivel de estrés, es decir, que ha estado expuesta a agentes tóxicos por tiempos prolongados…

hemos tratado de aislar el virus, pero no hemos podido detectarlo….

… los cultivos existentes se han obtenido de proteínas y se ha construido por computadora lo que se supone que es el virus del SIDA… Nota: Es posible que este sea el error más grave en la historia de la ciencia médica, o la artimaña más finamente elaborada.

… pruebas de detección de SIDA en mujeres con más de cinco embarazos pueden dar positivo en la prueba del SIDA dado su nivel de anticuerpos.

Después Arturo lanzó un grito involuntario al leer un párrafo subrayado donde leyó:

…el SIDA es una enfermedad toxica curable… pacientes con VIH han sido tratados y curados con éxito al desintoxicarlos en base a un procedimiento largo, pero de bajo costo basado en…

Arturo cerró los ojos y, agradecido, dejó escapar un profundo sollozo que le liberó de la pesada carga que había tendido que soportar durante tanto tiempo.

— Entonces, ¡todo es una mentira! – murmuró mientras sonreía casi histéricamente.

La parada indicada estaba próxima. Arturo había hojeado todos los documentos menos uno, y antes de salir lo pasó al frente de los demás y su rostro se iluminó de indescriptible alegría al leer sus cinco palabras plasmadas en manuscrita:

  —  “Detalles del Procedimiento de Desintoxicación”  —

Extasiado, salió del autobús y corrió hacia el Hospital.

Al llegar se registró con rapidez e ingresó al ala donde Dominica le esperaba con los ojos cerrados.

— ¡Lo logramos, Dominica! – le susurró al oído tratando de contener su alegría mientras la tomaba de las manos.

Su cara estaba morada de lo hinchada y escurría en sudor, pero al abrir los ojos y verlo, su rostro se descompuso en lo que quiso ser una sonrisa y le agradeció con una mirada cariñosa.

Arturo la miró a su vez con ojos suplicantes, pero segundos después, observó con horror como el peso de sus párpados caía sobre sus húmedos ojos cerrándolos para siempre.

Médicos y enfermeras acudieron al lugar de inmediato al ser alertados por los aparatos que Dominica tenía conectados. Arturo se había alejado de la escena sin poder encontrar dentro de su mente la explicación que le permitiera comprender el nuevo y dramático evento que acababa de presenciar. Caminó entonces por los pasillos del hospital hasta encontrar la salida y lo abandonó avanzando lentamente bajo el sol del atardecer. De pronto se detuvo al filo de la avenida y miró a su alrededor como tratando de hallar el camino por el que había venido, pero todo le pareció desconocido. Nada tenía sentido para él en aquellos momentos. El abismo insondable de la fatalidad nubló su razón y bloqueó sus sentidos. La máxima tristeza y la más profunda y cruel desesperanza habían hecho presa de él. El alivio del llanto le había abandonado y el intenso dolor le había mutilado toda esperanza.

Arturo bajó la vista y miró su mano derecha aún en posesión de los documentos. Agotado, caminó hacia la esquina de la calle y los dejó caer dentro de un gran cesto de basura. Luego, miró hacia la parada. Un autobús cerraba sus puertas. Meneó la cabeza y sonrió con cinismo… <<Una mentira>> pensó.

El autobús avanzó con rapidez, y cuando lo tuvo cerca, se arrojo a sus ruedas.

O. Castro

Dedicado a todas las personas que sufrieron y aún sufren por una de las enfermedades más terribles e injustas de la humanidad.

** Precios del año 2002, cuando se elaboró este texto.