Alberto Díaz Romero, Director General y «CEO» del conglomerado alimenticio conocido como Grupo CPK, llegaba antes que nadie a las lujosas oficinas ubicadas en el número 100 de la Avenida Insurgentes, una de las más importantes de la ciudad de México. Únicamente el personal de intendencia y el de seguridad estaba ahí cuando estacionaba su flamante sedán europeo en el espacio reservado sólo para él (así lo indicaba la placa metálica en la pared y el rallado amarillo en el piso). Inmediatamente después, y tras cruzar los cuatro filtros de alta seguridad que llevaban a su oficina, se sentaba en el sillón de piel que por pura ilusión de óptica se veía pequeño ante el descomunal escritorio de mármol, siempre impecable, que sin embrago lucía un tanto desordenado por los documentos que no había podido terminar de revisar la noche anterior, o mejor dicho, la madrugada de ése mismo día, y no por cansancio, sino porque únicamente la llamada de su esposa pudo obligarle a dejar todo para regresar a casa.

 Ese día ocurriría prácticamente lo mismo. Tras varias horas solucionando lo inconcluso del día anterior, acudiría a un par de juntas; daría cientos de indicaciones por teléfono, por Internet, por videoconferencia, a gritos, por conmutador, en susurros por celular, por mensaje o por conducto de las decenas de hombres que trabajaban con él y, para que no se le olvidara, comería tarde como parte de un almuerzo programado por alguna de sus secretarias con algún otro alto ejecutivo y regresaría para solucionar los problemas que seguramente se le habrían acumulado durante los cincuenta minutos que perdía durante esas “comidas”. Al llegar la noche, uno a uno irían abandonando sus puestos los colaboradores y empleados de la oficina hasta quedarse, sin darse cuenta, en compañía de los silenciosos miembros de seguridad del turno de noche.

Aquello sucedía normalmente de lunes a viernes, y de continuo los sábados, pero jamás los domingos. Los domingos eran sagrados para él, pues era el único día que podía dedicar plenamente a su familia sin la presión de que algo saliera mal en la oficina, porque ésta se encontraba cerrada. Los domingos podía disfrutar de su mayor delicia y objeto de todos sus esfuerzos, su “princesa”, su adoración, su universo… Laura, su hija de once años. Alberto tenía otros dos hijos, pero en ella, su primogénita, descansaban todas sus ilusiones y más grandes anhelos. Laura, por ejemplo, era la única que podía marcarle directo a su celular, privilegio del que no gozaba ningún otro miembro de su familia (ni su esposa), y aunque la mayor de las veces no alcanzaba a contestarle la llamada o simplemente no podía atenderla, él se consolaba a sí mismo repitiéndose que aquél ángel adorado estaba sólo a una llamada de distancia. Tal vez por ello fue que no notó que su hija había dejado finalmente de hablarle por teléfono desde hacia ya un par de meses. Y tal vez por algo similar aquél día tuvo que ir uno de sus hermanos personalmente para avisarle que su hija había sido llevada de emergencia al hospital tras haberla encontrado desmayada dentro de su cuarto con un hilo de sangre escurriendo por su nariz.

Ese día, Alberto, extrañado por aquella información del todo incoherente e inesperada, acudió al hospital con más escepticismo que preocupación. En el nosocomio le fueron informados los resultados de los estudios preliminares y los escuchó con el cinismo propio de quien sabe que, al tener todo bajo control, algo como lo que le señalaban era imposible que surgiera de la nada y sin que él lo hubiera podido evitar. De inmediato entró a ver a su hija. Laura sonrió de oreja a oreja y sus ojos brillaron humedecidos de alegría por lo inesperado de ver a su padre a esas horas de la tarde y entre semana.

La observo así, como siempre, radiante, y él, feliz, la abrazó con fuerza mientras preguntaba:

— ¿Cómo se siente mi ángel?

— Bien papi, sólo me duele la cabeza – contestó entre risas y palabras tranquilas.

Al escucharla, Alberto sintió un escalofrío y conoció una extraña incomodidad naciendo desde su interior.

— Hacía mucho que no te dolía…  ¿verdad? — Cuestionó con temor.

Ella, un poco turbada, negó con una de sus estudiadas y enormes sonrisas.

— Estoy super bien pa, no te preocupes.

Él, frunciendo el seño, observó los documentos que le habían dado los médicos y meditó unos instantes, luego se disculpó con su hija y salió molesto a enfrentar a su mujer por haber llevado a su ángel a un hospital de gobierno, y se apresuró a ordenar que preparan todo para trasladarla a un hospital de verdad, uno donde el lujo y la descomunal cuenta de gastos le diera la seguridad y confianza suficiente de que su hija sería atendida con lo último en tecnología en beneficio de su salud. Solo así se despejaría de dudas y de aquella espina enterrada que comenzaba a mermar su ánimo.

Ya en el nuevo hospital, Alberto Díaz, continuó el resto de la tarde y de la noche solucionando los problemas de la oficina desde uno de sus teléfonos. La sala de espera del lujoso recinto permitía ciertos privilegios que él aprovechó al máximo hasta el punto de convertirlo en una oficina más donde entraban y salían personas con papeles que debía firmar y que no podían esperar para otro día.

Las horas se sucedieron una a una y la tarde se torno en noche frente a las lágrimas que se negaban a escurrir de los ojos de su esposa y que él reprochaba por inútiles y absurdas. Sin embargo, trataba de no mirarla a los ojos para no encontrar en su mirada aquello temía y se negaba a admitir.

Como buen padre, que se repetía que era, aguantó despierto toda esa noche en que, sin respuesta de los excelentísimos médicos, prefirió adelantar el trabajo del día siguiente para compensar… por si a caso. Durante la madrugada, un par de aquellos respetables y caros doctores, dignos de todo su respeto y admiración, aparecieron para ratificar que los resultados preliminares del Seguro Social eran casi exactos, con la diferencia de que, por la alta tecnología con que contaban, éstos habían arrojado que el padecimiento era todavía más grave de lo que en primera instancia habían diagnosticado. “Cáncer maligno “avanzado” con metástasis en una amplia zona del cerebro”. Él palideció. Súbitamente todo su mundo colapsó como en una grotesca pesadilla que de fondo tenia los alaridos de su esposa pataleando histérica en un rincón sin que los médicos presentes pudieran hacer nada por calmarla. Un par de minutos de ausencia por el shock tuvieron la virtud de hacerle asimilar la nueva situación y de inmediato creyó tener la solución al problema y se dispuso a impartir órdenes:

— ¡Opérela Doctor!

El aludido, un tanto consternado afirmó muy a su pesar…

— Lo que ocurre, Señor Díaz, es que es una operación que resulta muy riesgosa… hasta me atrevería a decir, más bien imposible. La niña sufriría aún más — hizo una pausa y tomó aire para poder decir sus siguientes palabras —, creo que deberíamos resignarnos a…

Al escuchar estas palabras, Alberto, en el colmo de la incredulidad y tras proferirle un par de dolorosos improperios, ordenó que su hija fuera inmediatamente sacada de aquel remedo de Hospital y realizó un par de costosas llamadas con el fin de preparar todo. Su esposa ya no se atrevía a decir nada, era sólo un bulto en la esquina de la sala a la que ya poco le interesaba lo que dijera o hiciera su marido. Los doctores, entre coléricos y apenados trataron de sugerir algo, pero fueron silenciados de un manotazo por aquél cuyo trabajo era controlar e imponer su autoridad para corregir los destinos de todos a su alrededor. Ya había quedado resuelto. Por la tarde su hija y él serian transportados por helicóptero hasta el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México para de inmediato abordar un avión privado que los llevaría a Houston, donde los mejores médicos, en el mayor y más respetado Hospital del mundo, los recibirían para darle a su hija la atención y el tratamiento que merecía. Y así ocurrió.

Una ambulancia los esperaba al aterrizar.  Para antes del anochecer de ése mismo día, Laura se encontraba ya durmiendo placidamente en una amplia y cómoda cama rodeada por media docena de doctores manejando toda clase de instrumentos médicos con el fin de generar más resultados sobre la situación de la pequeña niña.

Alberto y su esposa esperaban en una sala anexa. Él, ahora sin poder disimular su nerviosismo y ella, fundida en un sillón por el peso de la tragedia. Largas horas de espera después, uno de los doctores se acercó a ellos hablándoles, para su sorpresa, en perfecto español. Se identificó como el Dr. Efraín Gutiérrez, médico cirujano mexicano a cargo del área de “Atenciones Especiales” para casos avanzados del área de Oncología, y con amabilidad y sencillez les informó que una operación como la que requería Laura era casi imposible de ser realizada. Sin embargo, dejo entre ver una posibilidad que de inmediato aceptó el descontrolado padre, sin detenerse a escuchar las advertencias de riesgo que el Dr. Gutiérrez estaba por enumerar.

— El cáncer está ya muy avanzado, señor — le trató de explicar el Dr Efraín. —. De hecho, no sabemos como es posible que la niña siga viva y en tan buen estado de ánimo, es algo inexplicable.

— Ella es una niña sana, siempre lo ha sido — dijo él desconcertado, sintiendo la espina de la culpa perforando su hígado y su corazón con violencia.

— Sin embargo –continuó el Doctor—, es imposible que algo tan grave no se hubiera manifestado hasta este momento. Su hija debe llevar varios años desarrollando el cáncer.

—¡Imposible! Ella nunca se había quejado… —. Rechazó Alberto sin poder mirar a la cara a su interlocutor y procurando jamás cruzar la mirada con su esposa.

— Que extraño, es muy extraño… —. Afirmó el Doctor pensativo —, pero quiero decirle que, a estas alturas, las probabilidades de éxito son mínimas, si lo hubiéramos descubierto a tiempo, bueno, no habría habido problemas, pero ahora, tendríamos que hacer lo que no se ha hecho nunca y esperar a que la teoría médica se compruebe en la práctica… Ella necesitará perder más del setenta y cinco por ciento de su cerebro para poder tener una esperanza de vida, aunque la calidad de ésta es otro tema que tampoco se puede predecir, todo dependerá de cómo resista la quimioterapia que posteriormente sería necesaria para…

—¡HÁGALO DOCTOR! — lo interrumpió Alberto con aparente firmeza, aunque por dentro sentía ya el monstruo de la culpabilidad desgarrando todos y cada uno de sus órganos.

El doctor asintió, prometió hacer su mejor esfuerzo, y se retiró.

La operación fue un éxito de la medicina moderna. A Laura le trepanaron el cráneo abriéndoselo en toda su circunferencia y retiraron de su interior una gran porción de la negra y viscosa masa putrefacta que era su cerebro y que posteriormente sería objeto de análisis y estudio tanto de jóvenes como experimentados doctores de todo el mundo. La curación fue casi igualmente tardada como la operación en sí, pero los resultados también fueron prometedores.

Varios días después, Laura despertó. Su padre y su madre estaban a su lado mirándola con alegría y satisfacción. Ella estaba aturdida y no podía reconocerlos. Balbuceaba cosas inteligibles, tiritaba y movía sus ojos con fuerza en todas direcciones… No obstante, Alberto era un hombre feliz nuevamente. Su hija había sobrevivido, ahora sólo faltaba lo que consideraban “mínimo” a comparación de lo que ya había soportado Laura, y así inició la quimioterapia destinada a inhibir la reaparición del cáncer. El proceso era complicado y doloroso. Los doctores hacían todo lo que podían, pero Laura parecía rechazar el tratamiento. Al final, los esfuerzos fueron inútiles y entró en estado de coma a los pocos días.

Desde el primer momento Alberto permaneció a su lado y no salió más de su cuarto ni se permitió dejar de estrujar la mano de su hija salvo por el instante necesario que requería para dirigirse al sanitario o comer algo, cosa que dejó de hacer paulatinamente hasta el punto en que su cuerpo se fue deteriorando tanto como el de su hija. Durante largas semanas los doctores trataron en vano de convencerlo de cambiar su actitud explicándole que en nada ayudaba estando ahí, pero tras las groseras negativas no les quedó otra sino dejarlo y reconocer en secreto la inquebrantable firmeza y amor que ese hombre excepcional demostraba por su hija. Lo que ellos no podían saber, o siquiera imaginar, era que aquella actitud no respondía más que la imagen viva del arrepentido espíritu moribundo de quien se reconoce responsable y sufre por el incalculable peso de su propia estupidez. Que el hombre que lloraba en silencio durante las noches de insomnio tratando de buscar el perdón de ese ser al que adoraba, y que se negaba a hablarle una vez más, no lo hacía por estoicismo o falta de cansancio, sino por que para su desgracia, su conciencia jugaba a asaltarlo justamente en aquellos instantes de debilidad atacándolo con terribles pesadillas que no eran otra cosa que el recuerdo exacto de momentos idénticos ocurridos en fragmentos diferentes de un tiempo pasado que ahora se confundían con su amargo presente para hacérselo aún más terrible e intolerable. En ellas veía el mundo luminoso y  radiante del que era propietario y que llamaba hogar, y de donde emergía la frágil y esbelta silueta de su pequeña hija bailando y riendo sin pudor alguno al ritmo de una música cualquiera sólo para hacerlo feliz…, con el único fin de arrancar de aquél duro ser que llamaba “padre” la sonrisa que simbolizaba la justificación de su vida y que le obligaba a seguir sonriendo a pesar de todo… y de pronto, ella callaba victima de algún malestar que él se apresuraba a reprochar con firmeza por tratarse de un ser tan pequeño, de un ser que no podía tener molestias que eran, según su parecer, exclusivas de los adultos, y por eso la reñía con fuerza, para disciplinarla por querer ganarse su atención fingiendo un dolor de cabeza que además le hacía arrugar la cara en quejumbrosa muecas que la hacían lucir fea, con actuad débil y doliente, cosa que era indigna de una hija suya, por lo que le demandaba una y otra vez dejar de quejarse tras darle un par de aspirinas que sabía serían sólo el placebo que ella requería para dejar de fingir. Así terminaba su pesadilla…

En su distracción diaria, sumido en su ensueño llamado trabajo, jamás notó que ella había aprendido a disimular ante él para que no la regañara y continuara queriéndola con ese ardor que cada domingo le mostraba. Así, con indescriptibles esfuerzos se concentraba y hasta se maquillaba para no ser descubierta en una enfermedad que no comprendía, pero que con el tiempo se había transformado en parte de su vida. Entendió que a él le gustaba verla reír al bailar, que se mostrara sana y fuerte, tal y como él lo era y eso hacía a pesar del infierno en que se había convertido esa pertinaz migraña que la aquejaba. Por lo que cuando ésta llegaba a ser más intensa y superaba sus fuerzas, se encerraba en su cuarto fingiendo estar enojada. Ahí lloraba su pena por horas ahogándola bajo la almohada y suplicando a dios que aquel tormento no le asaltara los domingos o que fuera lo suficientemente menor como para poder soportarlo sin que su padre o su madre notaran que no era tan fuerte como ellos deseaban.

Por las noches, cuando era vencido por el agotamiento, se despertaba violentamente al escuchar el sonido de su propia voz suplicando desgarradoramente por su perdón, pero ni en sus sueños ni en la realidad su hija volvió a sonreírle con esos ojos siempre brillantes, humedecidos por lo que ahora aceptaba era el esfuerzo por retener el intensísimo dolor que la aquejaba desde años atrás. Él persistió en estar así, rendido al lado su hija, sin comer, sin beber y sin dormir para no separarse de ella. En algún momento los doctores tuvieron que intervenir para que no muriera él también por inanición. Sin embargo, a penas recobraba las suficientes fuerzas como para recuperar la claridad de conciencia y regresar, lo hacía pese a todas las recomendaciones y recobraba su sito en el piso, al lado del bulto cada vez más pequeño del cuerpo de su hija. Colocaba los huesudos dedos de su ángel en su temblorosa mano e iniciaba un tétrico rezo que tras horas de repetirlo lo confundía y enfurecía obligándolo a llorar angustiado por no poder si quiera expresar con coherencia sus deseos e ideas ya completamente aberrantes y descompuestas por la locura.

Casi tres meses después de que Laura ingresó al hospital de Houston, tras varios años de haber soportado en silencio el crecimiento de un cáncer maligno en su cerebro, su corazón finalmente dejó de latir y murió entre fuertes estertores mientras su padre dormía profundamente por primera vez desde que se postrara a su lado. Esa noche Alberto continuó dormido unos minutos más. Sostenía la mano ya endurecida de su hija sumido en un maravilloso sueño donde su frágil Laura, ya curada, le sonreía sin fingir y él agradecía a su ángel por ser tan fuerte y soportar tanto dolor sólo para hacerlo feliz, una vez más. Entonces, renovado y lleno de esperanza, se despertó…

O. Castro