Callamos por muchas razones. Porque nuestras palabras pueden ser objeto de censura, porque podrían ser mal interpretadas, incomprendidas, equivocadas… pero sobre todo, tememos la burla y el desprecio. Pero no es el hecho de la burla en sí lo que nos lastima, ni la humillación a la que va ligada lo que nos afecta, lo que le da su carácter de importancia es que resulta un arma oportunista y descarada nacida de una doble paradoja, pues son las propias palabras expresadas con inocencia o esperanza, las que se usan para destruir el ánimo de quien las dijo, y es generalmente el familiar, amigo o ser querido a quien se le confían esas palabras, de donde surgen las mofas más hirientes.

Quitarle a las personas la autoridad de hacernos sentir mal por las palabras que pronunciamos se logra mediante un método bien sencillo: expresándose siempre.

 

Es un acto que clausura al espíritu que corrompe el ánimo de quien se expresa. Es un llamado a la abstinencia de comentarios, al silencio, y en el más severo de los casos a un hermetismo que puede llegar a desencadenar sentimientos oscuros y de soledad. También es con frecuencia un aliento a defenderse, atrincherarse y aprovechar el momento oportuno para vengarse humillando, sin reparar que con ello se cae en un círculo anómalo. Un círculo que encierra la hipocresía de cada quien, con ideas mentirosas o sesgadas que nacen del temor a decir lo que uno realmente piensa o siente. Es control y poder sobre las ingenuas o débiles opiniones de los demás, es un círculo sin aparente final.

 Por eso, en ocasiones, manifestar una idea o un sentimiento, un temor, un deseo, se vuelve una proeza. Quitarle a las personas la autoridad de hacernos sentir mal por las palabras que pronunciamos se logra mediante un método bien sencillo: expresándose siempre, a costa de los demás y hasta de uno mismo.

 Sin importar el resultado, uno debe sentirse orgulloso y satisfecho por el mérito que implica el quebrantamiento de las limitaciones impuestas por el escarnio, la incomprensión y la censura al haber roto el silencio de nuestras palabras, pero sobre todo, por el simple hecho de haberse atrevido a hacerlo.

«Antítesis»

 Y todo esto es cierto, pero no aplica siempre. También es verdad que hay palabras que deben ahogarse al interior de nuestras gargantas, y no por ser inoportunas o porque nos falte valor para decirlas, sino porque la mediocridad y la simpleza de que están formadas, agrede de forma innecesaria la belleza y la pureza del buen silencio, silencio que muchas veces, dice más que todas las palabras pronunciadas.

¿Cuántas veces hemos escuchado a personas aparentemente cultas o preparadas hablar y seguir hablando, y entre más lo hace más se enreda, más confunde o se hunde haciendo dramáticamente obvia su falta de capacidad o su estulticia?

Así, cuando se habla de lo que no se sabe, cuando se habla solo por no permanecer callado, cuando lo que se pretende decir no está en armonía con lo que se desea expresar, o peor aún, cuando lo que se quiere argumentar es completamente opuesto a lo que pensamos en realidad o simplemente vamos a comentar algo insidioso, grosero o indecoroso, se corre el gran riesgo de caer en el abismo insalvable de la mediocridad, la frivolidad y la estupidez. ¿Cuántas veces hemos escuchado a personas aparentemente cultas o preparadas hablar y seguir hablando, y entre más lo hace más se enreda, más confunde o se hunde haciendo dramáticamente obvia su falta de capacidad o su estulticia?

 El que escupe las palabras sin el menor recato, sin temor a demostrar su ignorancia, ignora que es precisamente ella, la que le ha impulsado hablar necedades. Y el que habla a la par que insulta, no sólo violenta el silencio que no conoce, sino que no sabe hablar.

Así pues, nuestro silencio puede significar, de vez en cuando y en escenarios muy específicos, una victoria contra la futilidad de nuestras ideas ociosas, además de representar una acto de auténtica madurez y control en la expresión, ya que, sólo una palabra dicha bajo el imperio del auténtico conocimiento, la convicción que da la experiencia, o el más sincero sentimiento, pueden persuadir al silencio de que se ha hecho justicia al romperlo.

Octavio C.