La honestidad, más que una cualidad o virtud, suele ser un defecto que asesina la ilusión de aquellos que reciben alguna información “verídica”, ya que hoy día, en el marco de una sociedad decadente, sometida a las presiones morales, económicas y psicológicas que ella misma ha creado, es subconscientemente más agradable y hasta deseable, el vivir ignorante o engañado en vez de tener que lidiar con el hecho incómodo o desagradable que supone el conocer las verdaderas razones que motivaron una acción, un acontecimiento, una palabra, un gesto, etc. Sencillamente es mejor no saber o no enterarse.

«Hombres y mujeres aprenden desde niños que mentir y/o callar, son herramientas indispensables para su bienestar«

 

Así como los gobiernos, que son auténticos profesionales en el ejercicio de la mentira pública o de las verdades a medias, han sabido conservar su legitimidad a través de los siglos a base de fuerza y engaños (que hay que aceptarlo, tienen la virtud de tranquilizar o controlar a las masas que están a su resguardo), también el individuo corriente, de cualquier estrato social o cultural, ha aprendido el arte de ocultar o tergiversar lo que en verdad siente o piensa para no perder aquello que valora y sabe susceptible de cambio si se atreviera a expresar incluso solo una parte de la información real. Hombres y mujeres aprenden desde niños que mentir y/o callar, son herramientas indispensables para su bienestar. La coacción del los hermanos mayores, compañeros, adultos, padres, maestros y de la sociedad en general ante lo que califican como malo o “no permitido”, “prohibido”, “diabólico”, “sucio”, lo no aceptado o ­“innecesario”, inhibe de forma determinante la voluntad de cualquier persona desde temprana edad a externar lo que verdaderamente quiere y piensa. Por ello no es de extrañar que cuando llegan a la edad madura se conviertan en seres completamente disfuncionales que tienen que crearse personalidades y gustos alternativos de acorde a las exigencias del medio en el que se desarrollan, ocasionando la frustración perenne de sus aspiraciones por la contraposición a sus deseos más íntimos, reprimidos por un factor fundamental que condiciona todas sus acciones: el miedo. Así, el temor al rechazo, al abandono, a la burla, o al abuso de los demás, entre muchos otros, crea la necesidad de formularse una alternativa de mundo que, sin cambiar la realidad, pueda ir más acorde a las esperanzas, ilusiones y aspiraciones de la persona. Con ello, las necesidades naturales de libertad, atención, amor, sexo, afecto, reconocimiento etc., son siempre directamente proporcionales al tamaño o la habilidad que se tenga para el engaño. La seducción o la política son un buen ejemplo de esto, pues siempre el éxito en ambos estará relacionado a la capacidad que se tenga para hacer creer a los demás que se es lo que quieren y esperan que seas.

“No hay mayor ciego que el que no quiere ver”,

Por ello, en general, el éxito, la tranquilidad o el bienestar dependen de la mentira y el engaño. Una persona que dice y expresa que es muy feliz, es porque gusta de mentirse y crea para ello una cortina protectora que le permite ignorar aquello que de cualquier manera está mal a su alrededor, pero que gracias a su bien aprendida capacidad de autoengaño, no ve. “No hay mayor ciego que el que no quiere ver”, dicta el refrán y con sobrada razón… y en el caso de los hombres, esa ceguera es general y parte fundamental de su sobrevivencia y del sostenimiento del status~cuo de las cosas, pues gracias a ella existe el Estado y cualquiera de las instituciones componentes del mismo. Creer que los gobiernos y sus gobernantes dirigen sus acciones con el único interés de proteger y beneficiar al pueblo que supuestamente los eligió para tal efecto; que dios (cualquiera de ellos) está ahí, siempre, cuidando de nosotros si somos buenos y hasta si no lo somos; que una carrera o una actividad profesional nos garantizará siempre una mejor calidad de vida; que se erradicará la pobreza del mundo; que nuestro padre o nuestra madre son santos y omnisapientes; que nuestras parejas son fieles y que jamás pensarán ni necesitará de otra persona si mantenemos con esmero y dedicación la venerable y cálida llamita del amor; que el que obra mal, mal le va y que cada quien obtiene de la vida lo que se merece o (en el colmo de la incredulidad), que cualquiera, sin importar su condición puede llegar a lograr lo que sea con tal de desearlo “de veras”, como si no existieran las limitaciones geográficas, físicas, mentales, culturales, psicológicas y economico-politico-sociales, etc. Estos son el tipo de engaños comunes que mantienen las estructuras de nuestra sociedad. La verdad, la cruda realidad, siempre está ahí presente a los ojos de quien quiera verla, sin embargo, no se le ve. Son pocos los desafortunados que la notan sin siquiera pretenderlo, y normalmente son las personas que más sufren, pues viven atormentadas por su propio conocimiento y la obvia incapacidad de hacer algo para modificarlo… Otros más afortunados, y mucho más inteligentes, logran bloquear inmediatamente el destello de lucidez a fin de no preocuparse de más y echar a perder así su fantasía de vida.

Siempre he pensado que nadie puede desear lo que no se conoce, y que aunque el conocimiento ciertamente puede darte “libertad”, es la ignorancia la que te acercará más a lo que los hombres llaman “felicidad”. Cuando los hombres viven sus vidas instalados en la rutina, sujetos en su mayor parte a los dictámenes de procedimiento y conducta que marca su estado rector mediante la aplicación permanente de una educación basada en límites de su “cultura”, se tiene la garantía de que si bien tal vez no llegue a ser feliz, por lo menos no sufrirá de más. En cambio, cuando se reconoce que todo es perfectible, que lo establecido fue creado por hombres igual o más imperfectos que uno con sabrá dios que oscuro motivo, y que las personas a nuestro alrededor no dicen ni la mínima parte de lo que en verdad piensan o sienten y además hacen casi siempre lo contrario a lo que verdaderamente desearían hacer, entonces se pierde la tranquilidad y entran por la puerta grande el escepticismo, la frustración y la amargura. Nada en este mundo puede ser tan perjudicial como la pérdida de la ilusión, nada puede compararse ni ser tan destructivo como la ausencia de fé o esperanza.

La fé, herramienta singular de voluntad nacida en el interior de los hombres y colocada muy en lo alto de los cielos, es un elixir preciado que, por sobre cualquier adversidad, sostiene la creencia de que de una u otra forma, las cosas serán para bien y todo saldará como se espera. Sin embargo, esa fé, infundada, sostenida en base a creencias y grandes esperanzas, no es más que la necesidad del individuo de protegerse del medio hostil que no puede controlar, y para ello hace uso de engaños, mentiras y de argucias de todo tipo para ocultar o maquillar la realidad. Y esto no es del todo malo en realidad, ya que después de todo, el sostenimiento del orden público y el control de las pasiones humanas no podrían lograrse de otra manera. Una sociedad abierta, sin tabúes, libre de acción y pensamiento, en donde no únicamente existiera la tolerancia y la aceptación a quienes son o piensan diferente, sino que además se les aceptara como parte integral del resto, es simplemente una utopía. En el caso de que, por ejemplo, todo mundo se permitiera decir siempre lo que realmente piensa de las cosas o de los demás, o mejor aún, de que pudiéramos todos leer los pensamientos de los otros… desencadenaría el caos. La civilidad como la conocemos dejaría de existir, pues a lo que le llaman libertinaje, perversión, depravación, grosería, etc., sería la tónica diaria, dejarían por lógica de existir las parejas como fundamento de creación de familias que son la base de la sociedad, los jefes y las autoridades perderían credibilidad y poder, los empleados se sentirían (o se sabrían) explotados o humillados en todo momento, es más, se acabarían las clases sociales, puesto que las diferencias entre los distintos niveles de poder se sustentan en el manejo selectivo de la información, así que los gobernantes no podrían prácticamente hacer nada, alumnos y maestros entrarían continuamente en conflicto al expresar lo que realmente piensan los unos de los otros, entre familiares, amigos, colegas… etc.

Además, para lograr fortalecer lazos duraderos, tanto hombres como mujeres necesitan engañar y ser engañados, creerse únicos y especiales, indispensables, dueños absolutos de la voluntad y las aspiraciones del otro en quien depositan su confianza y cariño. El simple hecho de la duda acaba con la magia e imposibilita la entrega ficticia de sus distintas virtudes. Por ello, la honestidad viene a ser un valor subjetivo y sobre valorado que, cual arma de doble filo, no se debe usar salvo que se acepte que con ella lo único que logrará es agredir y agredirse a sí mismo. Y es que hasta en el caso impensable de que se presente la casualidad idílica de una interacción entre dos personas absolutamente honestas, la verdad desnuda de uno y de otro producirá, por definición, la eliminación de la cuota de esperanza e incertidumbre que da curiosidad y motiva a las personas a unirse, logrando con ello la separación de éstos ante la expuesta claridad de los alcances y limitaciones de uno y de otro. Y si no, vivirían cínicamente bajo la paradoja de mantener una relación que no existe más allá del respeto a la individualidad del otro, y que no se necesitan para nada.

Ser honesto será normalmente (salvo contadísimas excepciones, porque seguro se dan) motivo de malestar, conflicto y escisión, logrando hacer más daño del que se genera por sí mismo cuando se deja que la verdad o parte de ella se devele poco a poco, a su ritmo, de forma natural, si es que ésta llega a surgir (pues otro auto engaño típico es creer que siempre sale a relucir la verdad). La falta de madurez e inteligencia de nuestros días impide que aceptemos de buen modo e incluso valoremos la honestidad en cualquiera de sus modalidades. Siempre será más fácil mentir, sobre todo en un mundo inmerso en la ignorancia y ávido de ilusiones sin fundamentos, y aunque en éste escenario siempre nos quedará la duda sobre lo que piensan y sienten realmente los demás, usualmente tendremos para contrarrestarla el recurso de la venganza, donde uno deberá inventarse su propio universo alternativo para con él engañar al otro esperando atinarle a ser más o menos lo que éste espera que seamos a fin de lograr su cercanía o también para obtener un trabajo, gobernar o efectuar cualesquiera de las actividades a las que nos vemos obligados a realizar como resultado de una inercia educacional irrefrenable que nos somete y demanda ser como se espera que seamos a fin de mantener el orden y continuar el proceso decadente y superfluo que nosotros mismos, con nuestros temores y miserias, hemos construido con el tiempo, y mantenemos funcionando por miedo a la verdad.

Octavio C.