El lejano sonido de murmullos se disolvía en la distancia de su cotidianeidad. Las eternas palabras sin sentido, envueltas en ecos y zumbidos dolorosos, ya no incomodaban su ánimo como antes, se habían vuelto parte de su vida y las dejaba pasar, sin embargo, las borrosas imágenes de luces y siluetas deformadas no dejaban de inquietarle y confundían su realidad, mientras molestos y conocidos dolores acudían a atormentar su cuerpo para prevenirle del frío, el calor, el aire y la humedad. Pese a esto, había un intervalo del día en que todo era diferente y donde, por momentos, se le concedía la gracia de olvidar las eternas horas de soledad que debía soportar.

Era el tiempo preciso de una rutina ya establecida que también se había vuelto una costumbre en su cuerpo, por lo que éste se cimbraba de alegría al saber que se hallaba oscilando al filo de esa hora prometida.

Entonces, su delgada y reseca lengua iniciaba nerviosos movimientos entre sus desnudas encías en busca de sensaciones y recuerdos que no podía concretar. Sus fatigados párpados comenzaban a abrirse y cerrarse en un inútil intento por humectar y limpiar la suciedad de unos ojos grises y opacos que no veían más. Los interminables pliegues de sus manos temblaban impacientes al disponerse, por primera vez en el día, a separar el grueso de cobijas que cubrían su entumecido cuerpo, aún a costa de la violenta sensación de resfrío que de inmediato la atacaría por el pecho, la espalda y por los pies, congelando todos y cada uno de sus débiles huesos.

 Así, divagando entre las ensoñaciones de sus primeras palabras, que eran mezcla de rezos, pláticas consigo misma y ahogados gritos de auxilio, iniciaba la fatídica espera, pues el tiempo, su fiel acompañante y eterno enemigo, jugaba a disfrazar los segundos con minutos y a tornar en angustia sus deseos, lo que la obligaba a crear infinidad de ilusiones y pretextos que nunca le acercarían a comprender las verdaderas razones del por qué nadie acudía a ayudarle a incorporarse para llevarla a otro lugar.

 Pero todos esos largos y amargos momentos, que solían transformarse en horas de espera, desaparecían al instante cuando su cuerpo finalmente sentía la llegada de esa ansiada compañía que la sacaría de su frío recinto para llevarla al sitio donde nacían risas de alegría entre ecos y susurros que, con el tiempo, también había dejado de entender.

 Hacía ya incontables años que esos instantes se habían convertido en los más esperados de cada jornada. Cuando su cuerpo era abrazado por única vez, aunque sólo fuera con la finalidad de ayudarle a levantarse sin caer, sin embargo, ella siempre aprovechaba la ocasión para entregar un seco y tímido beso en la cara de quien la tocaba, sin notar ya el movimiento de rechazo que siempre lo acompañaba. Después, era trasladada hacia su silla de ruedas dando torpes pasitos que hacían perder la paciencia de quien la sujetaba, sobre todo, cuando el característico olor a viejo se combinaba con el fétido aroma que anunciaba un accidente más fuera de su pañal. Entonces, muecas de repulsión en torno a ella eran seguidas de palabras groseras de reproche, y aunque ya no comprendía casi nada de lo que le decían, ella respondía afirmativamente a todo lo que escuchaba soltando tímidas ricitas mientras continuaba disfrutando cada paso que daba junto a ese ser querido que la apoyaba, a veces con incomprensible brusquedad.

El tiempo le había enseñado que no servía de nada quejarse o preguntar, y que era mejor fingir comprender, limitarse a agradecer y esperar hallar un pretexto para poder iniciar un intercambio de palabras diferente a la desesperación, los regaños, las órdenes y los reproches de cada día. Además, hacía mucho que no obtenía respuestas, pues antes de que sus ideas pudieran convertirse en palabras, aquel venerado calor que por fuerza la abrazaba, se apartaba dando voces ininteligibles hasta convertirse en una sombra que se perdía entre las muchas otras en el horizonte.

Por eso se acostumbró a callar, para no importunar, del mismo modo que un día le hicieron comprender que ya no podía ni debía levantarse o caminar por su cuenta, pues podría romper algo, lastimarse y causar alguna molestia o vergüenza a quienes se veían forzados a cuidar de ella.

A veces, la lucidez la alcanzaba y recordaba con nostalgia cuando aún podía rebatir con sus hijos sobre lo que podía o no podía hacer, pero no así el momento en que se había dejado vencer para limitarse a esperar y obedecer, y aún menos el instante en que se convirtió en un lastre que todos luchaban por evitar y cuya responsabilidad nunca nadie quiso aceptar, excepto su hija, la más pequeña.

Y era durante aquél rápido viaje de su cama a su silla, y luego rodando fuera de ese cuarto, que ella gozaba adornando su entorno con ensueños de lo que su memoria le recordaba de la decoración de esa parte de la casa que ya no podía ver ni con los gruesos anteojos que terminó por abandonar. Así, recreaba el tapiz de aquella casona que su marido, muerto hacía ya más de veinte años, siempre criticó y amenazó con quitar, pero que jamás lo hizo. Al voltear hacia lo que identificó como una ventana, observó las pesadas cortinas rojas con las rasgaduras que habían dejado sus amados gatos. En el buró, junto a su cama, imaginó las modernas lámparas que una de sus hijas le regalara y que permanecían como estatuas en el mismo sitio donde ella las había colocado. Cuando sentía un cambio en la intensidad de la luz y su silla se detenía, era aviso de que se encontraba ya en su enorme sala, aunque no lograba ver los candelabros que colgaban de sus altos techos. Entonces, con voz rasposa y apenas audible, agradecía a su hija por la molestia y la invitaba a continuar con sus quehaceres mientras ella charlaba con sus pequeños bisnietos que percibía platicando frente a ella, seguramente muy cómodamente sentados en alguno de los relucientes sillones de piel que su esposo comprara para su hija predilecta el día que le heredó en vida la casa que, a su vez, le había sido heredada a ella por su padre.

Sin dejar pasar más tiempo, ella comenzó a saludar a todos los familiares presentes con ese hilo de voz, tímido e incoherente que acompañaba sin falta con risitas nerviosas, típicas de quien se siente vulnerable, no entiende nada y se halla fuera de lugar.

Así, permanecía sentada en su silla en medio de una amplia sala donde figuras que no podía identificar pasaban como rayos frente a su oscura visión gritándole cosas a las que ella daba su propio significado. Eran palabras buenas, de aliento, de alegría de verla, de cariño, y a todas, ella respondía con muecas que pensaba sonrisas, al tiempo que movía la cabeza afirmativamente en dirección a las sombras que se perdían a la distancia.

Y cuando alguna de aquellas siluetas duraba más de lo normal frente a su casi nulo campo de visión, se apresuraba a manifestar, con palabras ahogadas y gritos de exclamación, relatos de su juventud, del fiel y maravilloso esposo que tuvo, de su santo padre, y de sus muchos hijos, nietos y bisnietos que tanto la amaban. Balbuceaba sin detenerse por miedo a que quien le escuchara se diera cuenta que ya no tenía más que decir, pero el tiempo jugaba en su contra y el cansancio terminaba por cerrar sus ya de por sí caídos párpados, hasta perderse involuntariamente en un pacífico y confortable sueño.

Estridencias sin sentido y ligeras sacudidas le devolvían a la vida entre dolores y reminiscencias perdidas, confusión, miedo y esperanza. Despertaba afligida, dirigiendo su recuerdo al bulto que a su lado la esperaba velando su sueño. Ella le agradecía dulzura, pero al no escuchar respuesta ni distinguir movimiento, desconfiaba de su percepción y su cordura. Entonces, la tristeza y la vergüenza se apoderaban nuevamente de ella haciéndole sollozar en silencio, pero sin lágrimas que humectaran sus ojos, nadie notaba la angustia y lo mortal de su sufrimiento.

Tiempo indefinido después, finalmente una persona real apareció haciendo vibrar sus oídos. Le ofrecía con impaciencia una insípida substancia que ella, sorprendida, no rechazaba, pero que estaba muy lejos de disfrutar. Después, le introducían un alimento pastoso que le producía nauseabundas sensaciones, por lo que nunca se lo podía terminar. Ella preguntaba lo que era, pero nada que entendiera obtenía por respuesta. Raros y tormentosos momentos vivía a diario a la hora de esa repugnante comida, y se cuestionaba vagamente el por qué de aquella monotonía, pero el pensamiento de una enorme familia que la atendía y que se tomaba la molestia de prepararle diariamente aquella papilla que “sí podía masticar”, le hacía olvidarse por completo del asunto y agradecía débilmente el cuidado y la atención recibida.

Las sombras seguían moviéndose a su alrededor como bólidos en una carrera. Ella reía al ponerle a las visiones que no superaban cierta estatura la forma de alguno de sus muchos bisnietos, de los que ya no recordaba nombres, pero que diariamente estaban ahí para hacerle compañía. Disfrutaba grandemente de esos instantes de ensoñación en que se perdía dando color y sentido a las figuras y ruidos que la rodeaban, y en esa fantasía consumía su tiempo hasta que el movimiento de su silla la estremecía anunciando el final de una hermosa tarde rodeada de algunos de sus más queridos descendientes.

De ese modo, la anciana mujer era trasladada a su cama donde era recostada con cuidado mientras ella agradecía con gestos y palabras incomprensibles, pero saturadas de amor. En respuesta, obtenía una mano cálida sobre su frente y un sencillo comentario que ella tornaba complicado y extenso, y dentro del que iba implícita la promesa de un nuevo e igualmente placentero día en la sala, rodeada por su familia, tal y como había sido siempre desde hacía ya incalculable tiempo.

Luego, imaginó una afectuosa sonrisa en la persona que le cobijaba y su pecho se hinchó de alegría. Comenzó entonces a rezar agradeciendo a Dios la oportunidad de seguir viviendo al lado de sus seres amados y bendijo a sus hijos, quienes, a pesar de todo, seguían queriéndola tal y como ella siempre los quiso, orando con especial fervor por la gracia de que ahora la cuidaran con la misma abnegación con la que ella vio por todos ellos durante su larga vida. Pero sobre todo agradeció por aquella maravillosa hija que ahora le arropaba, la que siempre fue la favorita de su esposo, y que al adueñarse de la casa, le había hecho la firme promesa de cuidarlos hasta su muerte, tal y como era debido, y así lo había hecho.

Y así, evocando a su hija y cómo ella veló por su marido en sus últimos años de enfermedad, cuando ella misma ya era incapaz de hacerlo, se sumió en la oscuridad que antecede a un tormentoso sueño, y divagó, como cada noche, entre la lucidez y la demencia, entre el recuerdo y el olvido, rezando por ella, por ellos, anhelando, odiando y amando entre frustraciones, dolores e infinidad de asfixiantes temores. 

La joven, ajena a todo esto, aprovechó ese oportuno desfallecimiento para cambiarle hábilmente su pañal, posteriormente la vistió con tosquedad y volvió a cobijarla con prisa. Luego, tras apagar la luz, salió de aquel pequeño y frío cuarto que había sido el hogar de aquella mujer por más de una década, y fue a reunirse con sus demás colegas al salón de usos múltiples, donde por las tardes sacaban a pasear, por algunas horas, a los longevos y solitarios ancianos olvidados.

O. Castro