De pronto, esa sutil esencia de ti y del mundo que te rodea perturba tu inconsciencia obligándote a regresar…
De inmediato sientes un agobiante dolor que lo abarca todo. Lentamente tus ojos se abren. Es un despertar extraño. Notas tu cuerpo entumecido y aún no entiendes si todo lo que comienza a invadir tu mente forma parte de un sueño o de una vivencia real.
Esa sensación te angustia y tratando de comprender miras a tu alrededor en busca de respuestas y claridad. Te asalta un súbito temor. Todo es confuso, opaco y frío. Te encuentras en la soledad de un comedor vacío, donde una lánguida luz que entra por las ventanas apenas permite vislumbrar las siluetas de objetos inútiles, inmóviles, ajenos y anormales.
Entonces, levantas la cabeza de aquella mesa donde te habías derrumbado, te remueves en tu asiento enderezándote y buscas recordar. Tu garganta está cerrada, tus ojos hinchados y arenosos, los anormales latidos de tu corazón no te dejan respirar con normalidad. Vacilas. Algo dentro de tu interior no te permite recobrar la lucidez, no por completo. Te inclinas levemente y el hedor de tu propio cuerpo te asombra. Con desconcierto giras la cabeza a tu alrededor deseando razonar. ¿Hace cuánto que no dormías? y ¿Cuánto llevas ahí? De repente, una sensación de vacío y un terrible escalofrío te ubican en la cruda realidad. Esa es tu casa, y está vacía porque la persona que amas, la que compartía contigo la vida, se ha ido y no estará jamás. De nuevo el impacto te bloquea, hubieras preferido no recordar. Dos gruesas lágrimas fluyen irritando aún más tus ojos y caen suavemente recorriendo tus mejillas al tiempo que un nuevo y doloroso sollozo hiere tu pecho por el excesivo peso de la fatalidad. Permaneces inmóvil, ensoñando por horas, aunque cada minuto se prolonga infinitamente saturando de lastimosos recuerdos tu agotada mente. Acuden a ti las memorias de eventos felices, de su compañía, de su silencio, de su contacto, de su olor, de su respiración, y también todas aquellas dulces palabras, las únicas que podían hacerte reflexionar, y que de su voz, te niegas a creer que no volverás a escuchar… Ahora, en tu interior todo luce distinto: su cara, sus movimientos, sus regaños, pero también los son tus sentimientos y tus propios pensamientos. Es como si no fueras tú, como si todo aquello le hubiera pasado a alguien más. Y así, sin pretenderlo comienzas a evocar lo ocurrido la noche anterior, cuando en aglomerada comitiva, tal y como dictan los protocolos, el cadáver de ese ser amado fue sepultado, para dejarle ahí, en soledad, y no verle nunca más. Recuerdas con sofoco el cielo gris, el frío y la lluvia que se hizo presente. El olor a tierra húmeda y el helado viento que estremeció aún más a los asistentes, quienes con la mirada clavada en aquél lúgubre hueco vieron junto ti hundirse lentamente el sarcófago de madera en cuyo interior yacía quien solía reír y cantar a tu lado, un ser que siempre se esforzaba, que soñaba, que amaba y que disfrutaba de la vida sin importarle nada más. Tu cuerpo se estremece, es demasiado. Te tomas la cabeza con fuerza hasta hacerte daño y lloras sin reparo al tiempo que tus ideas se desplazan hacia los afligidos abrazos y palabras de ánimo que te dieron los que te acompañaron, parientes, amigos y conocidos cuyos rostros has olvidado, porque sólo piensas en ellos como un tumulto que te guió y que posiblemente te ayudó a arreglarlo todo cuando no tenías cabeza para pensar. Así repasas con punzante tristeza el velorio de la noche pasada: los sollozos ajenos, los llantos lejanos, los trajes oscuros, los murmullos cercanos, los pasos pausados, las caras lavadas, los gestos descompuestos, los gritos, los rezos y cantos inoportunos. Sacudes tu cabeza adolorida y te levantas como puedes, deseando encontrar en el aire un resquicio limpio por el cual respirar libremente y así dejarte de asfixiar, pero el insoportable peso de la pena ha vencido tu cuerpo y ha anulado tu voluntad, por ello caminas torpemente arrastrando los pies por el comedor en dirección a la cocina. Sí, es tu casa, pero luce completamente diferente y no logras recordar como es que llegaste ahí. Tus ojos buscan desconcertados, pero sólo ven lo que te hace daño, pues donde posas la mirada se genera la imagen de la persona amada. La observas realizar acciones cotidianas: alzar, mover y colocar objetos, hablar, sonreír y también caminar a tu alrededor sin desaprovechar el momento de poderte acariciar. Tú le miras hacerlo con la sinceridad y el cariño que siempre estuvo ahí, pero que tal vez el tiempo y la monotonía fueron opacando hasta hacerlos parte de tu cotidianeidad. Entonces, abruptamente te detienes y un gemido incontrolable rompe el silencio de ese frío cuarto. Limpias tu nariz, sorbes el llanto y tratas de avanzar, pero los recuerdos son como muros de concreto que aparecen de momento y contra los que se impacta tu ser haciéndote trastabillar. Te atormentas y cierras los ojos deseando estar ausente, pero de la oscuridad emergen con mayor fuerza las imágenes que te vulneran y que eres incapaz de controlar, así que los abres nuevamente para darte cuenta de que la casa está a oscuras y te apresuras a encender todas las luces y correr las cortinas que cubren las ventanas, sin embargo, no notas cambio alguno. Para ti todo ha dejado de brillar. Ahora la oscuridad vive en ti y en tu ánimo, no piensas con normalidad, apenas y encuentras fuerzas para respirar. A pesar de ello especulas sobre tu vida y en que ya nada será igual, y sientes que las cosas carecen de sentido ahora que aceptas que todo lo que hacías, lo hacías para alguien más, para alguien que ya no está. Tu trabajo, tus sueños, los cuidados, el ejercicio, tus pasatiempos y todos tus esfuerzos, todo ha dejado de ser una necesidad ahora que se ha ido quien te daba la fuerza y te motivaba a continuar. Violentas arcadas de vómito te sacuden al pensar aquello, es como una pesadilla, completamente fuera de la realidad. Te esfuerzas por mantenerte de pié, y miras hacia la ventana de la cocina, afuera es de día, el sol está en el cenit, el clima parece estar tratando de recuperarse y olvidar, el mundo sigue, pero no para ti, no para quien sufre de esa manera tan cruel la única pérdida de valor que hay en la vida, aquella que nada ni nadie puede reparar. ¡No!, no se puede echar el tiempo atrás, no va a regresar… y aún así lo niegas, te niegas a aceptar. Aunque tal vez es demasiado pronto, sólo han transcurrido algunas horas, tal vez el tiempo pase y puedas olvidar… Sí, olvidar… olvidar que existió. Entonces ves al futuro, especulas en todo lo que podrías hacer y en las cosas que te faltan por conocer, pero tu mente juega contigo y sin quererlo, en todo caso te piensas en compañía de quien ya se fue. Un ahogado llanto hace presa de ti cuando adviertes que de ahora en adelante lo harás todo por tu cuenta, sin su apoyo, sin su cariño, sin su existencia. ¡No! Gritas tratando de ahuyentar aquellos pensamientos, tus pies flaquean y apenas logras alcanzar una silla para sentarte y no caer. Ahí permites que se consuman los minutos y que te devoren las horas, y mientras desvarías dejas que tu cuerpo se encorve de nuevo, con la cabeza colgando, con tus codos apoyados sobre las piernas y con tus ojos clavados en su memoria. Luego, un dolor en tu abdomen, agudo e irritante, y el amargo sabor de tu boca acuden para alarmarte. Te levantas y, caminando casi por inercia, llegas al refrigerador en busca de algo que te quite el dolor porque hambre no es. Tomas la leche de la puerta y la bebes con desgana, pero ya está pasada. En un acto reflejo alcanzas el lavabo y ahí la devuelves, pero buscas lago más y tomas un par de galletas, que están duras y viejas, pero no piensas mucho en ellas. De pronto, dejas de comerlas, miras en la sala la televisión y te aproximas a encenderlo. Te sientas en un sillón y tus ojos se clavan en él ansiosos, pero nada observan, pues tu mente está girando alrededor de quien con su muerte te condenó para siempre. Las horas pasan y con dolorosa pesadez se suceden los minutos. Repentinamente, una voz te distrae de tus recuerdos y giras la cabeza sonriendo, pero proviene de un programa de la pantalla que no recuerdas haber encendido. Te incorporas con molestia, lo apagas y te diriges a tu habitación, pero en el umbral, un sudor helado en la espalda y un escalofrío te detiene… Es demasiado, las sábanas y las cobijas aún están destendidas y el suave aroma de su perfume penetra en ti como la fría bala que asesina penetrando primero tu piel y luego tus órganos, hasta detenerse abruptamente en los huesos despedazándolos junto con tu mente y tu alma. Te derrumbas. Caes de rodillas sobre el piso de aquella habitación sin vida y tus manos anhelantes se apresuran a buscar entre las sábanas su figura esperando que todo sea sólo un sueño y ya sin control gritas y te ahogas de ilusión, deseando ciegamente que se encuentre debajo de ellas, y así, con histeria frenética las tiras al suelo junto a ti, pero la cama queda desolada, lo mismo que tu mente atormentada, igual que tu alma devastada. Miles de recuerdos emergen de la nada para castigarte, y tú, incapaz de contenerlos, te sometes a ellos gimiendo de furia y dolor punzante. Pronto, todo tu ser se ha agotado, y jadeante, te acuestas entre las cobijas pero éstas no logran reprimir el intenso estertor que penetra hasta tus huesos. En ese tormento, transcurren minutos eternos, hasta que paulatinamente todo se desvanece para ti y el tiempo deja de existir. Poco a poco los sonidos de tu cuerpo se apagan, dejas de gritar, paras de gemir, tu llanto cesa y tu respiración se hace cada vez más lenta… Al final, tus ojos vacilan y comienzan a cerrarse al compás del débil latir de tu corazón. De pronto, los horrores del mundo se acaban, hundes tu cara entre las sábanas aspirando con fuerza y al impregnarte de su olor, sonríes en un fugaz destello de locura que admites te envuelva y te separe de la dura realidad para así huir del origen de aquella pesadilla que te enloquece y que se llama vida, aunque se trate sólo de tristeza y muerte lenta en soledad. Y entre delirios, finalmente te ausentas deseando encontrar un sueño de paz, donde no te falte su presencia, donde le puedas volver a abrazar y así lo haces, en profunda agonía, deseando… anhelando nunca más volver a despertar.
De pronto, esa sutil esencia de ti y del mundo que te rodea perturba tu inconsciencia obligándote a regresar…
«Dedicado a todos los que han sufrido la pérdida de un ser amado.«
Octavio C.