La vida está hecha de momentos durante los cuales, la razón, y a veces la conciencia, se conectan con la realidad específica de ese instante que nos permite experimentar brevemente la excitante noción de estar vivo. Es decir, hay ciertos acontecimientos especiales (que son distintos para cada persona), que por cortos periodos de tiempo (momentos), nos obligan a tomar una mayor conciencia de dicho evento imprimiéndose además en nuestra mente de forma indeleble, sobre todo si se trata de algo placentero o emocionante, en cuyo caso se convertirá en una anécdota o uno de esos hechos que dan sentido y cause a nuestra vida; pero si es algo doloroso, violento o negativo, permanecerá igualmente tatuado en nuestro recuerdo manchado nuestro entorno con profundas sensaciones de odio, rechazo, miedo o dolor, por lo que probablemente se preferirá bloquear esos sucesos traumáticos y desconcertantes o se opte por deformarlos en busca de una asimilación menos dolorosa de nuestra realidad.
Sin embargo, en ambos casos, el individuo experimentará anormalidades o diferencias con respecto al estado habitual de su persona, su conciencia y su pensar. Tendrá temor, se pondrá excesivamente eufórico o sentirá una gran tristeza o angustia; claudicará o se animará, se inhibirá o actuará, pero siempre, con una fuerza o intensidad diferente a la reacción producida en circunstancias normales dentro de su actividad de rutina, pues ésta, es sólo la continuidad temporal de su vida, donde obedece, de forma casi mecánica, a estímulos repetidos de su ambiente y que son fundamento de su esencia y de la cotidianeidad de su existencia.
Y es que más allá del esfuerzo consciente que realizan algunas personas masoquistas en su desesperado afán de motivar sensaciones nuevas o extremas para lograr “sentirse vivos”, es solo en el momento, y posterior a él (pues de la intensidad del estímulo, dependerá la reacción del sujeto), que el individuo racionalizará o adquirirá la noción de su propia existencia y de que es a él al que le suceden las cosas que, en esos breves instantes, experimenta, pues de forma consciente advertirá en su cuerpo las potentes reacciones que esos novedosos estímulos motivaron.
No obstante, la repetición de eventos similares, pueden terminar por extinguir la respuesta al estímulo que anteriormente provocaba momentos de vida superior, pasando a formar parte de su rutinaria continuidad, lo que paulatinamente propiciará que el individuo pierda noción de ellos. Dicho de otro modo, cuando el acontecimiento se hace frecuente o forma parte de su tiempo presente, la persona se vuelve uno con ellos y comienza a pasar desapercibido a través de él, la experiencia cambia al resultarle ya natural recibir sus estímulos y su respuesta se volverá mecánica ante las acciones que ya no le producirán las mismas reacciones o serán ya nulas.
Ejemplos de ello son los trayectos que comúnmente se realizan de la casa al trabajo y del trabajo a la casa; o el trabajo en sí; el ir al baño, bañarse, vestirse, comer, saludar a los compañeros de trabajo, ir al super, ver la televisión etc., son acciones que normalmente se llevan a cabo sin poner mucha (a veces ninguna) atención al hecho de que, es precisamente uno, el que está realizándolas dentro de un contexto amplio que es la vida en sociedad, y que representa lo que somos, pero principalmente, que formamos parte de la existencia de las personas a nuestro alrededor y ellos de la nuestra, enlazados en una surte de cadena infinita que construye un todo en relación a eventos de una realidad de la que sólo a veces tomamos conciencia, y lo hacemos, únicamente cuando esos momentos, esos afortunados trozos específicos de vivencias separados de una continuidad temporal de nuestra percepción, nos revelan que somos parte de ella.
Así, pues, si afirmamos que la percepción de nuestra existencia se construye fundamentalmente de vivencias extraordinarias que dan sentido y complemento a la rutina que nos gobierna, y que éstas son absolutamente necesarias para despertar las sensaciones que nos ayudan descubrir que somos parte de la vida, entonces, romper las rutinas sería una buena estrategia para evitar la pesadez de la costumbre, del mismo modo que, propiciar eventos, y no simplemente esperar a que ocurran, será la clave para tener una vida plena, que si no feliz, al menos podría ser emocionante, o en su defecto, menos aburrida.
O.Castro