Salió como de costumbre, a toda prisa para no llegar tarde a la oficina. Y aunque eran sólo las seis de la mañana, siempre se anticipaba al trafico matutino.

Asi era su rutina, y aunque despertaba a las cinco, su esposa ya llevaba media hora preparándole el baño y el desayuno que él agradecía con un beso, pero casi nunca tocaba.

 Quién ni un beso recibió esa mañana, fue su pequeña hija de once años, quien recién levantada salió corriendo de su habitación en busca de su padre. Quería darle los buenos días, y de paso, preguntarle si pasaría a recogerla a la escuela esa tarde o si tendría que regresarse sola. Era ese su primer día en la secundaria y le preocupaba la idea de regresarse sola desde tan lejos.

Lamentablemente lo único que alcanzo de su padre fue el fuerte aroma de su perfume y el sonido del auto alejándose a gran velocidad, como todas las mañanas.

 Llegó tarde al oficina, un retardo más. Habría sanción económica para él.

<< Salir con dos horas de anticipación ya no es suficiente >>, pensó  al tiempo que un viso de frustración comenzaba a mermar su estado de ánimo.

A media tarde sólo había logrado llevar a cabo la mitad de sus labores, y una montaña de papeles por revisar amenazaba con estropearle definitivamente el día. El mal humor se apoderaba de él con rapidez. Tenía hambre, pero no podría ir a casa a comer, no había tiempo. Estaba cansado, la falta de sueño le abotagaban los ojos que hacían un enorme esfuerzo por mantenerse abiertos, pues aún debía terminar.

Eran más de las seis de la tarde y aún seguía en la oficina, pero no importaba, al final había logrado terminar. El no era de los que dejaban el trabajo inconcluso; sin importar qué, él haría todo lo posible por llevara a buen término su trabajo. A fin de cuentas era lo que les sustentaba.

 ¿Quién sería él sin su trabajo? – ¡Nadie, desde luego! – se decía a sí mismo.

El trabajo era lo más importante. La sola idea de quedarse sin él le estremecía, por eso, prefería trabajar horas extra si con ello se aseguraba la permanencia o la posibilidad de un ascenso; sí, un puesto superior, tal vez en la mesa directiva de aquella organización, así algún día trabajaría menos y ganaría más. Por tanto valían la pena unos cuantos años de sacrificio.

 Salió de la oficina y se dirigió al estacionamiento. Una vez ahí, miró su auto embelesado. Que hermoso era y cuento placer le daba saber que era suyo, sólo suyo. Su trabajo le había costado obtenerlo, tardó varios años en pagarlo, pero desde luego, ese auto valía el sacrificio.  Era admirablemente bello, sin lugar a dudas; deportivo, de color rojo encendido y diseñado con agresivas líneas aerodinámicas que despertaban admiración y envidia por donde pasaba. Eso le gustaba.

Subió a al auto y se dirigió a su casa, pero la famosa «hora pico» , le recordó lo tarde que era, y que si se hubiera apurado, tal vez habría acabado una hora antes y no estaría de nuevo, en un pesado embotellamiento como en el que ahora se encontraba. Ese simple pensamiento le hizo enfurecerse con él mismo.

 El sonar de los cláxones a sus espaldas, intentando que los de adelante se movieran, hacían a su vez, que éstos hiciera lo propio con los que se encontraban delante suyo y así sucesivamente, hasta convertirse en un estridente concierto de cláxones acompañados por las inseparables mentadas de madre que se proferían a diestra y siniestra.

Oscurecía con prontitud. Las manos le sudaban y un pesado sueño se entremezclaba con un agudo dolor de cabeza que le producía náuseas. Era agotamiento y falta de alimento, él lo sabía pero no le importaba, no era una novedad y estaba convencido de que tarde o temprano terminaría acostumbrándose, así como ya se había adaptado al molesto dolor de garganta que la intensa contaminación de la ciudad le provocaba.

 Miraba con impaciencia como los autos se precipitaban unos contra otros amenazantes, como queriendo ejercer su legítimo derecho a pasar primero que los demás.

– ¿Cómo puede la gente ser tan inconsciente?- murmuraba .

<<¿Por qué no comprenden que estoy cansado, hambriento y que deseo llegar a mi casa cuanto antes? ¿Por qué no se mueven?>> pensaba al tiempo que tocaba su bocina gritando por la ventana de su auto a quien pudiera escucharle, que se callara.

 Ya cerca de su casa – por la nueva escuela de su hija, aunque no reparó en ello -, un loco degenerado (así lo calificó) intentó ganarle el carril por donde transitaba y él no se lo permitió. La falta de pericia del otro conductor se hizo evidente cuando no pudo frenar y se impacto en su costado abollando su portezuela  y dejando colgando de los cables, su espejo lateral izquierdo. 

 Su ira era incontrolable. Salió de su auto en un arrebato de valentía insultando y amenazando al impaciente y alocado automovilista que le había golpeado . Se acercó su puerta, y tras darle unas patadas, la abrió y sacó con violencia al conductor. Lo amenazó de muerte sin importarle que aquel al que sacudía era un señor de edad avanzaba paralizado del terror.  Continuó jaloneándolo y  amedrentándolo hasta que se cansó, y cuando al fin lo soltó, aquel señor, con lágrimas en los ojos por el miedo y la impotencia, fue a refugiarse a su humilde auto donde una señora con el rostro desencajado de pánico, estalló en llanto al ver regresar a su marido en aquel estado. Entre los dos intentaban tranquilizarse sin conseguirlo.

La escena fue una grotesca pesadilla para los ancianos. Los cláxones y los gritos de desaprobación no se hicieron esperar.

<<¡Pero claro, como no fue su auto el averiado, se creen jueces!, ¿cómo pueden ser tan insensibles ante la desgracia de los demás?>> pensó molesto.

En un extraño momento de lucidez, se vió a sí mismo obstruyendo el tráfico – pero  no era su culpa desde luego –, por lo que, aún iracundo, se dirigió a su auto y lo abordó no sin antes advertirle al irresponsable conductor que le siguiera para arreglar el asunto.

Él se orilló y observó con una extraña combinación de asombró  y confusión – que pronto se convirtió en dolorosa ira- , como el otro automóvil se alejaba a gran velocidad por una calle aledaña.

Intentó alcanzarlo pero un semáforo en rojo obstaculizo su persecución. Se habían escapado. Su frustración y coraje le destrozaban por dentro. Iba a volver el estómago, pero se contuvo. Un niño de la calle que llevaba en un envase con agua y jabón en una mano y un pequeño hule en la otra se abalanzó sobre su cristal. Volvió a estallar.

Un sin fin de palabras altisonantes y casi incoherentes se escaparon acompañadas de ademanes que aquel niño no alcanzó a entender del todo. Humillado y visiblemente asustado, el niño le miró con el más profundo odio que sus pequeños ojos fueron capaces de inspirar y se alejó corriendo mientras le maldecía por lo bajo.

Avanzó, pero el siguiente semáforo le detuvo. <<¿Cómo era posible que justo hoy, justo a él le tocaran todos los semáforos en rojo ?>>. Se lo pasó sin miramientos ante el sonoro clamor de cláxones reprobando su temeridad.

Sin embargo, otro alto le esperaba. Era el último. Su casa se encontraba a un par de calles y decidió esperar. Observó su espejo colgando sobre un costado. Lo miraba mientras pensaba lo que le diría su mujer. Seguro se enfadaría; le llamaría imprudente o atrabancado pero no se lo permitiría. Y si acaso lo hacía tendría que escucharlo,  no había sido un buen día y no dejaría que su esposa terminara de echárselo a perder con reproches.

<< No se lo permitiré >> pensaba ya nervioso al tiempo que levantaba el espejo lateral tratando ociosamente de colocarlo en la posición original. Extrañamente el espejo embonó y se quedó fijo en su lugar por un momento.  Lo miró malhumorado; luego, su vista se fijó en lo que reflejaba a la distancia. Había un tumulto alrededor de lo que primeramente pensó sería un perro atropellado, pues no se le veía forma de nada concreto. Miró bien y le pareció ver sobre el charco de sangre unos pequeños zapatos negros sujetos a algo indefinido que desde su perspectiva no alcanzaba a identificar. Trató de nuevo, pero era imposible saber lo que aquella masa retorcida e informe era, pero ya tenía pleno convencimiento de que no se trataba de un perro. No le importó.

<<Qué descuido, pero ni modo, ya le tocaba>> pensó; y completamente ajeno al dolor de los demás, y a él mismo, dejó que se le escapara una irónica sonrisa.

Un nuevo bocinazo lo puso en movimiento y el espejo volvió a caer a un costado del auto.

 Finalmente llegó a casa. Llegó envuelto en un remolino de sentimientos negativos. Estaba seguro que no tardaría su esposa en reprenderle al ver el golpe en el auto. Sin embargo, había dispuesto no dar explicación alguna, e incluso, si era necesario, le gritaría para que le dejase en paz. Abrió la puerta de su casa con brusquedad como para advertir desde antes el estado de ánimo en que se encontraba. Metió el auto en la cochera y al salir del carro azotó la puerta con furia y se quedó mirando su golpe con irritación.

<< ¿En cuánto me irá a salir el chistecito?>> pensó al tiempo que dejaba escapar un largo suspiro que sustituyó inmediatamente por una profunda inhalación.  Necesitaría fuerzas para enfrentarse a su mujer.

 Entró a su casa con paso cansado, el gesto contraído y murmurando pestes. Miró a su mujer que se encontraba sentada en el sillón de la sala. Ella levantó lentamente la mirada y él pudo observar que lloraba copiosamente. Sus ojos lo decían todo.  Él se quedó parado sin decir palabra.

– ¡Tu hija no ha regresado desde la tarde y nadie sabe dónde está!- le dijo entre sollozos.

Su rostro cambió por completo y se dirigió a su esposa; la abrazó e intentó tranquilizarla pero no logró articular palabra, estaba en shock y ni siquiera podía pensar con claridad. Su corazón comenzó a latir lentamente pero con sorprendente fuerza, y una extraña e inexplicable sensación de tristeza le sofocó al descubrir dentro de su ser, que jamás volvería a ver a su hija…

 Despertó jadeante, con los ojos desorbitados y bañado en sudor. Miró a su alrededor . Su esposa no estaba en la cama, pero el sonido de los platos le indicó que se encontraba en la cocina, seguramente preparándole el desayuno. Tardó unos minutos en tranquilizarse. Todo había sido un mal sueño…

Ese día, desayunó acompañado de su mujer y no se levantó hasta que ambos hubieron terminado. Agradeció con un lento beso el desayuno y se dirigió al cuarto de su hija. Aún dormía. Le dio un fuerte abrazo que se prolongó casi un minuto, le beso en la frente y se marchó.

Ese día llegó tarde al trabajo; hubo retardo, y también sanción, pero eso no le impidió salir de la oficina mas temprano de lo de lo acostumbrado, pues, sabía que el inminente tráfico le entretendría, y debía ser puntual.

Ese día, cuando su hija salió de la escuela, como un día cualquiera, sus ojos brillaron y se dibujó en su rostro una enorme sonrisa… y en el de su padre también

Ese día, cuando en compañía de su hija se dirigía a su casa para comer, se dio cuenta que había dejado en el trabajo, inconcluso, aquello que era urgente.

Ese día, el tráfico fue intenso como de costumbre, los cláxones estridentes y la contaminación asfixiante.

Ese día, los niños de la calle lavaron su parabrisas y limpiaron el polvo inexistente de su auto.

Ese día, miró con apatía el espejo de su auto colgando de sus cables a un costado de la portezuela abollada. El semáforo dio luz verde y se dirigió a casa mientras su hija le contaba a detalle lo que había acontecido en la escuela.

Ese día, no pudo dejar de sonreír.

Octavio C.