– Aviso: El contenido de este texto está pensado para un público maduro, por lo que no es recomendable para menores de 18 años.

I

Un acceso de tos a media noche lo sacudió con violencia arrebatándole su sueño. Trató de incorporarse, pero ya le era imposible hacerlo por sí mismo. Fuertes arcadas siguieron a la tos para anunciar la inminencia de un vómito que, no obstante, jamás se presentó. Y es que ya nada, excepto una bilis amarga, había al interior del estómago del señor Rodolfo Rauhten desde hacía ya varios días.

Minutos después, las sacudidas menguaron su intensidad, por lo que se vio en la posibilidad de llamar a la enfermera tras buscar desesperadamente el botón de alerta, ubicado a un costado de su cama.

Un poco más sereno, reflexionó sobre la impertinencia de aquella odiosa tos, pues ésta, le había privado de un sueño maravilloso, pacífico y acogedor, exento de la rudeza y el terror de sus continuas pesadillas, las cuales le habían obligado a disminuir sus noches de descanso desde hacía ya muchos a meses, tal vez años. Maldijo su suerte y sus pensamientos se ensombrecieron aún más pensando que tal vez esa pudo haber sido la primera noche en que realmente habría podido descansar, y que, si esa noche hubiese concluido de forma placentera, habría anunciado el comienzo de la ansiada mejoría. Pero ahora debía aceptar que su recuperación estaba muy lejos de consumarse.

La enfermera entró en la habitación y él la vio a través de un par de cristales borrosos y distorsionados que eran sus ojos putrefactos.

—¿Es usted señorita? – preguntó lleno de ansiedad el señor Rauhten.

— Sí señor, ¿se siente usted mal?

Rauhten asintió.

La enfermera comenzó a inspeccionarle, pero nada encontró fuera de lo normal en aquel cuerpo esquelético del todo anormal.

— ¿Le duele algo en particular señor?

— Me duele todo…

— ¿Le parece si le inyecto un sedante?

El enfermo hizo una mueca de fastidio y mirando hacia el lado opuesto de la cama dijo:

— Haga lo que quiera.

La enfermera, puso manos a la obra y unos minutos después ya había salido de la habitación.

A Rodolfo Rauhten le costaba trabajo asimilar que pudiese existir tal grado de negligencia y apatía, pues no obstante estar pagando inconmensurables cantidades de dinero por su utópica recuperación en aquél exclusivo hospital, lo único que se le podía ocurrir a la enfermera, era administrarle una fuerte dosis de un sedante que cada vez tenía menos efectos sobre su organismo.

 Sus pensamientos comenzaron a ensombrecerse con rapidez. Pensó en todos los que lo habían abandonado y en todos los que por años habían abusado de su precaria condición. Pensó en ella, y sintió odio. El sedante hacía su aparición, pero no para tranquilizarle, sino para hacerle divagar, para envolverlo de nueva cuenta en el oscuro mundo de sus propias pesadillas. Media hora después, su respiración era agitada, y aunque sus párpados se hallaban cerrados, dejaban ver la nerviosa velocidad con que sus ojos se agitaban de un lado a otro. Si hubiera podido moverse, se habría contorsionado hasta caerse de la cama. De haberse podido despertar para escapar de la violencia de sus sueños, lo habría hecho, pero esta vez, su sueño se prolongó toda la noche.

II

La mañana siguiente le sorprendió con un severo dolor en el pecho y una extraña sensación recorriendo su garganta. Sus asustados ojos buscaron a su alrededor, pero tardó unos instantes en reconocer su entorno. A través de su difusa visión, pudo observar a varias personas a su alrededor, y sus zumbantes oídos le mandaban información confusa sobre lo que sucedía. Quiso decir algo, pero en ese momento se dio cuenta que un par de gruesos tubos penetraban en su boca de forma grotesca y dolorosa. Una sensación de vómito le atacó de inmediato incrementando de forma considerable el dolor en su garganta. No podía respirar.

—¡Está despierto! – Exclamó una enfermera aterrorizada.

—No importa, está sedado – dijo un doctor restándole importancia. Lugo dirigiéndose al paciente comentó:

—Tranquilícese señor. Controle su respiración.

Él lo alcanzó a escuchar en la lejanía de su aterrada conciencia e intentó hacerlo, pero a cada segundo, nuevas y dolorosas sensaciones acudían a él golpeándolo con la fuerza de la realidad. Un aire frío y picante cosquilleaba sus órganos internos, y a su cerebro no le costó trabajo advertir que su pecho, y tal vez su estómago, se encontraban abiertos y expuestos al aire. Su mirada aterrada buscó, pero un velo blanco le impedía mirar más allá de sus hombros; empero, el deformado reflejo de una lámpara de operaciones colocada sobre él, confirmó sus temores. En ese momento, sus sensaciones, se transformaron en dolores insoportables, y aunque creyó haber lanzado un grito desgarrador, los doctores sólo miraron en él un rostro paralizado, pálido y desencajado, sin reparar en que sufría de una indescriptible agonía al sentir con toda claridad sus manos y los metales destruyendo su cuerpo por dentro. Él trató durante las siguientes horas de gemir o alertarles de algún modo, pero solo consiguió que sus hinchados ojos parecieran a punto de salírsele de sus órbitas sin que lograra nunca encontrar el alivio del desmayo. A las sensaciones se sumaban el olor y el sonido de sus órganos siendo cortados y arrancados de su cuerpo para ser depositados en bandejas de metal y luego recibir nuevamente otros fríos y toscos, que cocían a sus entrañas con violentas sacudidas que creía que lo llevarían a una muerte que nunca llegó. Y cuando finalmente sintió que lo cerraban y todos comenzaban a irse, notó que un alma caritativa le aproximaba la mascarilla a la nariz para finalmente perder el conocimiento.

 Algunos días más tarde, el señor Rauhten despertó de su descanso de muerte para inmediatamente enfrentarse con la cruel noticia de la vida y sus continuas dolencias que ahora le torturaban con intensas punzadas en la totalidad su cuerpo. Su visión –pudo notar—, había empeorado, y en general, su salud no era mejor que antes de la operación. Una vez más habían fallado.

 Aquella extraña enfermedad que comenzó como una simple molestia en el pecho, y que se fue degenerando poco a poco hasta abarcar casi todos los órganos importantes de su cuerpo, era causa de admiración y sorpresa entre la comunidad médica. Los primeros doctores que le atendieron, le habían diagnosticado algún tipo tumor, y fue intervenido de inmediato con ayuda de los medios más vanguardistas de la nueva medicina. No funcionó. Y aunque era cierto que Rodolfo Rauhten no era ya un hombre joven, tampoco era un viejo, por lo que a sus cincuenta y cinco años cumplidos, resultaba raro que un hombre de su corpulencia y entereza, sufriera de aquella enorme cantidad de achaques. Así pues, varios meses de estudios y de penosos procedimientos de quimioterapia se llevaron a cabo en la búsqueda de una cura al cáncer que no tenía; y esa mala intervención, le provocó una reacción anómala en los órganos sanos, por lo que algunas de sus arterias quedaron dañadas, y lógicamente, la circulación de su sangre quedó afectada de forma considerable. Estos nuevos malestares se tradujeron en un acelerado deterioro de su piel y en la paulatina inmovilización de sus miembros, hasta que un día, simplemente le resultó imposible mover los brazos y las piernas. Los doctores fueron despedidos por él mismo, y posteriormente mandó a traer —de todas partes del mundo—, a los mejores especialistas en enfermedades degenerativas. Éstos, vivamente interesados en la rareza de su enfermedad, decidieron que lo mejor sería, una vez más, abrirlo y operar los órganos dañados, y de ser necesario, realizar uno que otro trasplante.

 Así se continuó haciendo durante los siguientes veinte meses. La reciente operación, había sido la última de una larga y penosa serie de ellas, en busca de dar de una buena vez, con la solución al daño de sus órganos. Sin embargo, Rauhten abrigaba el pesimista convencimiento de que sus sufrimientos estaban muy lejos de ser aliviados mediante aquel absurdo procedimiento.

Pensamientos de ira y tristeza entremezclados asaltaban su mente, nublándola. Sus sentimientos le traicionaban y la vida comenzaba a perder sentido para él. Y es que ¿de qué le servía ser inmensamente rico si, no sólo no tenía a nadie con quien compartir su fortuna, sino que, además, carecía de lo salud mínima necesaria para ser medianamente feliz? Tres años de hospitalización cumpliría ese mes, o por lo menos eso calculaba; y durante ese tiempo sólo había empeorado su salud. ¿Qué quedaba por hacer?, nada, sólo dejar de luchar contra la muerte a la que tanto temía…, y morir.

Y es que, a pesar de su precaria situación de hombre solo y amargado, acostumbrado a valerse por sí mismo desde los seis años de edad, incapaz de recibir y mucho menos dar cariño a sus semejantes, su odio contra todo lo que significaba “el hombre común” —el hombre vulgar—, que para él era el noventa y nueve punto noventa y nueve por ciento de la población mundial, y de que odiaba la monotonía de su estéril vida que ni todas las riquezas del mundo pudieron mejorar, le aterraba la muerte.

Pero ahora, con un cuerpo inservible, una voz que ya nadie escuchaba, una visión casi nula, unos oídos que ya no escuchaban, y un gusto y un olfato destrozados por los olores y los sabores de ese hospital, su vida, ya no valía nada. Tal vez ya era hora de morir. Lo consultaría con los médicos. La eutanasia era legal en ese país vanguardista y nadie pondría objeción en consentir su muerte; y mucho menos al saber que su fortuna sería repartida para bienes públicos a falta de herederos. Además, nadie lamentaría su desaparición de ese mundo, nadie. Un doloroso estremecimiento afectó su sensible cuerpo al pensar en ello y aunque su rostro permaneció impertérrito, por dentro lloró inconsolablemente durante todo el día y toda la noche como resultado de aquella decisión tomada.

 La fecha se programó para el último domingo de ese mes; eso daría el tiempo necesario para arreglar los papeles requeridos y recibir la aceptación del procedimiento de “muerte por piedad” por parte del juez. Dicha aceptación, extrañamente, no demoró más de dos días, por lo que todo quedó listo para la aplicación de su muerte en la fecha señalada.

 El día domingo llegó más rápido de lo que Rodolfo Rauhten hubiera imaginado, pero como el deterioro en su salud continuaba su avance decadente, no puso ninguna objeción a la hora de ser anunciada su última “auscultación”. Sus papeles estaban todos en regla, sus bienes, muebles e inmuebles, serían absorbidos por el gobierno y rematados al mejor postor; y sus cuentas bancarias, serían igualmente puestas a disposición de diversos organismos internacionales bajo el control del banco nacional bajo la supervisión del fundación-R.Rauthen.

Rodolfo fue trasladado a una habitación especial, donde se le administraron tres inyecciones letales y fue declarado muerto a las doce horas de ese día domingo, último del mes.

III

Sonidos extraños acudieron a sus oídos desde la lejanía. Y aunque no supo reconocerlos, se crispó. La absoluta oscuridad llamaba al temor. Su corazón comenzó a latir con fuerza desenfrenada. Quiso moverse, pero su cuerpo se hallaba misteriosamente paralizado. Los sonidos se acercaban a gran velocidad desde lugares confusos a su alrededor y la sensación de frío contrastaba con el intenso sudor que empapaba su cuerpo. Quiso gritar, pero le fue imposible articular palabra. Las sombras comenzaron a deformarse en siluetas aterradoras y los ruidos se hacían más estruendosos con cada latido de su corazón. Una infinita sensación de pérdida y desesperanza acudió a robarle el último gramo de cordura justo antes de que se cernieran sobre él aquellas oscuras esencias de incomprensible maldad que ansiaban despojarle de todo lo suyo, incluyendo su vida.

Despertó casi al borde del paroxismo, respirando con dificultad y cubierto de un incómodo sudor empapando su espalda. Unos minutos fueron necesarios para que pudiese recobrar la lucidez y ubicarse en una realidad de la que creía haberse librado.

— Todo fue un sueño, un horrible sueño— se dijo a sí mismo con una voz gruesa que no reconoció, pero que adjudicó a sus insuficiencias auditivas.

Trató de hacer un recuento de la noche pasada pero ninguna imagen ocupaba su mente. Recordaba sus pesadillas, que habían sido más vívidas y violentas de los que jamás fueron, pero extrañamente no pudo recordar los sucesos del día anterior, aunque como los días en aquel hospital eran todos iguales, no se sorprendió demasiado. Sin embargo, el vago recuerdo de imágenes, sonidos y sensaciones pertenecientes a un sueño, o a la realidad – no lo sabía —, comenzaban a estructurarse dentro de su mente de forma caótica para su conciencia y angustiante para sus emociones. Había soñado que moría… ¿o no era sueño? La desesperación propia de la incertidumbre mental le abatió, y decidió ya no oponer resistencia. Evidentemente, comenzaba a volverse loco, no había otra explicación. Sólo eso faltaba por sumarse a sus muchos padecimientos, perder la cabeza.

 La espesa sombra de aquel triste razonamiento le guió ante la posibilidad de terminar para siempre con ese continuo sufrimiento que llamaba “vida”. Pensó que tal vez era hora de morir. Además, la eutanasia era legal en ese país… El sonido de una puerta extraña interrumpió sus nefastos pensamientos y movió su cabeza en dirección del origen de aquella nueva sensación auditiva. Su vista, aún nublada, sólo pudo percibir la silueta de un hombre vestido de blanco aproximándose. Un Doctor…

— ¿Cómo se siente hoy señor Rauhten? – preguntó amablemente el doctor mientras le cambiaba algunos aditamentos intravenosos.

Él no supo que decir en un principio, pues aquella voz también era nueva para él, pero después de unos momentos respondió con su voz tenue y cascada:

— Lamentablemente… igual – Rauhten hizo una pausa, y cuando iba a preguntar por la identidad de aquel nuevo doctor, éste habló dejándole perplejo:

—¿No se siente un poco más… vivo, señor? – la pregunta se formulo con intención y el enfermo la asimiló rápidamente. Su cerebro dio un vuelo, y de pronto, se encontró ante la evidencia de que aquello que pensaba una locura propia de su condición de enfermo atormentado, era una realidad. Al mismo tiempo, su olfato le advirtió sobre la ausencia de aquellos penetrantes olores que son sinónimo de hospital. Algo andaba mal.

— … pero…¿cómo?…

— No se agite mi querido amigo, ni haga más esfuerzos de los necesarios; usted, lo sabe bien, debe descansar— la voz de aquel hombre sonaba amigable y segura, y podía captarse en ella, la viveza y la frescura de la juventud inteligente.

— Pero, entonces, ¿no morí? – alcanzó a preguntar Rauhten ahogado en la incredulidad.

— No, por lo que yo puedo observar señor – contestó el joven doctor sin poder evitar dejar escapar una risita burlona.

— ¡Pero ¡cómo se atrev…!

— Señor mío –le interrumpió el doctor cambiando el tono de su voz —, le voy ahorrar confusiones y dolores de cabeza; le explicaré rápidamente lo que usted no puede, por ahora, comprender. Verá, usted ahora es parte de los experimentos que un importante laboratorio ha destinado para encontrar posibles curas a enfermedades mortales y extrañas como la suya – hizo una pausa e inspeccionó el rostro sorprendido de su paciente, y al notar que sus palabras causaban el efecto esperado, continuó:

— De tal modo que, usted, al momento de firmar su voluntad de ser privado definitivamente de la vida, también ha firmado, y deberá recordarlo, que autorizó a la institución médico a realizar las posteriores auscultaciones, análisis, trasplantes y/o experimentos de cualquier tipo con todos sus órganos. Así pues, usted está legalmente muerto señor, pero como nos es más conveniente tenerle vivo para realizar las investigaciones sobre su persona y su enfermedad, nos hemos tomado la libertad, como ve usted, de mantenerle con vida, aunque, eso sí, no sabemos cuánto nos va a durar el gusto ni el tiempo que nos será útil su presencia, usted entiende ¿verdad? — estas últimas palabras, fueron dichas con tal frialdad y decisión, que no dejaban lugar a malas interpretaciones.

— Pero… eso es una… – balbuceó Rauhten.

— ¿Crueldad? ¡Vamos, señor!, sea honesto, usted ya había renunciado a su vida, pero eso no quiere decir que nosotros tengamos que renunciar con usted, y menos, cuando existe la posibilidad de que su persona pueda salvar la vida de muchas otras. Sería un pecado dejar que eso ocurriera. Además, tranquilícese, tal vez no dure demasiado entre nosotros como ya le he comentado, pues aquí, no nos andamos con tibiezas o miramientos de ningún tipo, y mucho menos con mediocres medicamentos de patente ni esas cosas inservibles; aquí señor, se trabaja tanto con lo último en tecnología, como con los más antiguos y reconocidos métodos de curación, y como ha de intuir, no son legales allá ni se pueden usar con personas vivas allá afuera, así que de este modo no tenemos inconveniente ni nos tocamos el corazón para experimentar con las mezclas de ambos, y créame, tenemos la conciencia tranquila, ya que no sólo tenemos la oportunidad real de salvar vidas, sino que además, lo hacemos a través de personas, que como usted, ya han renunciado a la vida por voluntad propia.

— ¿Personas? — Tosió Rodolfo. –¿A caso… hay más…?

— ¡Oh!, desde luego señor, uno solo nos sería insuficiente, pero no sea melodramático, también existe la posibilidad, de que podamos curarle ¿sabe? Y entonces usted será considerado como un éxito de la ciencia, en esa circunstancia, usted podrá decidir entre seguir cooperando, ayudándonos en las investigaciones y… bueno, vivir, aunque sin salir de aquí claro, o …

— … morir – Rauhten terminó la frase en un suspiro, y pudo mirar, tras las nubes de sus ojos, un gesto de asentimiento por parte de aquel verdugo que se hacía llamar doctor.

— Así pues, una vez enterado del lugar y circunstancia en que se encuentra, yo me retiro— dicho esto, el doctor procedía salir de la habitación, pero fue detenido por la voz rasposa del paciente:

— Pero, no sé dónde me encuentro…

— A lo que yo me refería – dijo el doctor volviéndose hacia él —, era que se encuentra en el mundo de los vivos, y en nuestras manos. Lo demás, no necesita saberlo – y tras decir esto, el doctor salió por la puerta tan rápido como había entrado.

Rodolfo Rauhten permaneció el resto del día mirando con tristeza, las extrañas siluetas que alcanzaban a filtrarse a través de los nubarrones de sus ojos derramados. El sufrimiento de la vida le parecía a cada segundo más insoportable ahora que el privilegio de la muerte, le había sido arrebatado. Una lágrima viscosa inundó su ojo menos dañado, pero sin la suficiente fuerza como para lograr derramarse sobre su mejilla, no obstante, pequeños espasmos en su delgado pecho, indicaban que lloraba desconsoladamente.

IV

Los días siguientes transcurrieron bajo la monotonía de las breves visitas por parte de aquel joven doctor, quien, penetraba en la habitación de forma precipitada, y sin mediar palabra con el enfermo, realizaba cuantas maniobras eran requeridas para inmediatamente abandonar el cuarto. Más de una vez Rauhten pidió que se le otorgase el favor de una comida o un vaso con agua y siempre fue ignorado. Sin embargo, esta petición obedecía más a una sensación psicológica de inanición que a una verdadera necesidad de alimento, pues extrañamente, sus fuerzas parecían ser siempre las mismas, y en vez de disminuir al paso de los días, éstas parecían irse incrementando poco a poco. El asombro, que no abandonaba a Rauhten, adjudicaba aquel prodigio a algún tipo de medicamento desconocido del que seguramente sería conejillo de indias.

Pero un día, la monotonía se rompió. El joven doctor ingresó en su habitación junto con otras dos personas. Una de ellas, era una mujer, y aunque Rauhten no podía ver más que sombras, pudo intuir que era joven y bella. Su voz, aguda pero decidida, daba muestras de aquella conocida prepotencia de la que ya el otro joven doctor había hecho gala. El otro, era un doctor esculpido a imagen y semejanza de su colega, por lo que hasta sus voces jugaban a confundían dentro de su mente. Sólo la familiaridad con que uno de ellos se dirigía a él, le indicaba la diferencia entre ambos.

— ¿Sus muestras han sido analizadas? – preguntó el doctor que por vez primera hacía su aparición.

— Sí, y yo coincido con el doctor Lemus, es necesario aplicar el método de transfusión – dijo la doctora.

— Lo que yo digo, es que sería conveniente probar, de una vez por todas, ese método en algún paciente — dijo el doctor Lemus —, y aprovechando el gran deterioro que sufre nuestro amigo, deberíamos hacerlo con él.

— ¿Pero y si muere? Aún está muy débil como para soportar semejante tratamiento – objetó el otro doctor.

— ¡Vamos Mikel!— intervino la mujer dando una palmada en la espalda del doctor —. Es mejor así, entre más deteriorado esté el organismo, más evidentes serán las reacciones, y por ende, más satisfactorios los resultados del estudio.

— Laura tiene razón Mikel – agregó Lemus.

— Mhhh… Bueno,  no creo que lo soporte, pero si están convencidos de que es lo mejor, sea pues.

— Todo estará listo para hacer la primera transfusión mañana – dijo animado el joven doctor Lemus.

— Ok. Entonces buena suerte señor.– dijo el doctor Mikel dirigiéndose a Rauhten, el cual, permanecía perplejo ante la brutalidad de aquellos insensibles hombres que hablaban así delante de él, sin reparar en el terror que le causaban.

Él no dijo nada.

Los tres doctores salieron de la habitación minutos después, y Rauhten volvió a quedar inmerso en el terror de unas pesadillas que no conformes con atormentarle durante el sueño, ahora lo hacían también durante las interminables horas de insomnio.

V

 Sin saber si soñaba, sentía su cuerpo deslizarse suavemente por sobre su cama. Ecos de sonidos lejanos saturaban sus oídos e imágenes sin sentido se proyectaban ante él envueltas en sombras aterradoras. De pronto, un poderoso latido de su corazón le informó de aquel peligro indefinible y desconocido que tanto le aterraba. Su cuerpo se volvió pesado y los sonidos estallaron súbitamente en ruidosos alaridos deformados que estremecieron hasta el último poro de su cuerpo. Intentó gritar, pero algo se lo impedía. Las imágenes grotescas de su entorno comenzaron a girar a su alrededor intempestivamente, y él, giró con ellas en una inconcebible sensación de vértigo, dolor y desesperación.

Su mente, continuó dando vueltas en el remolino de su inconsciente enfermo durante varios días; días que, sin embargo, habrían podido ser considerados años enteros para todo aquel que hubiese tenido la desgracia de experimentar lo que Rodolfo Rauhten vivió, o más bien, murió.

Los médicos, ajenos a ese dolor silencioso e irreconocible desde el exterior, continuaron día y noche el tratamiento sin prestar atención a los ojos aterrorizados de aquél al que intentaban curar, drenándolo.

A través de varios tubos estratégicamente colocados, los doctores, realizaban el complicado proceso de vaciado de sangre de su cuerpo enfermo. Ingentes jeringas taladraban sus principales arterias, mientras que, por su boca, un grueso tubo penetraba su garganta obligando a su quijada a flexionarse más allá de su naturaleza. Dispositivos similares ocupaban negligentemente los orificios nasales, el ano y su casi desaparecido órgano sexual, con el fin de mantener el control sobre la totalidad de sus necesidades fisiológicas. Bolsas transparentes colgando sobre el costado derecho de su cama se tornaban rojas con cada borbotón de sangre que caía dentro de ellas. Mientras que en el extremo opuesto de la cama, un sofisticado aparato mantenía en movimiento, y a la temperatura adecuada, bolsas similares con idéntico contenido, pero que, por el contrario, disminuían su capacidad de forma paulatina al deslizar la espesa sustancia a través de blancas mangueras que se enrollaban por doquier, hasta perderse bajo la pálida piel de un hombre que, sumido en la enfermedad y el desespero de sus pesadillas, sólo deseaba morir, morir una vez más…, pero para siempre.

VI

Las tinieblas en el horizonte cedieron el paso a una extraña claridad que interrumpió la paz de su mundo muerto. La vida regresaba a él, y él a la vida, con la misma sorpresa de quien, creyéndose ciego, ve por vez primera la majestuosa luz que irradia el sol en el cielo del atardecer.

 El monótono sonido de las gotas golpeando sobre otro líquido, le obligó a dirigir la mirada en su dirección. La habitación se encontraba vacía casi en su totalidad. Era muy amplia, sin ventanas, sólo blancas paredes, por lo que le resultaba imposible saber si era de día o de noche. La iluminación era precaria, tan sólo una pequeña lámpara de luz indirecta iluminaba el cuarto en que se encontraba. Miró detenidamente a su alrededor. Extraños aparatos encendían y apagaban sus pequeñas luces. En el techo había un brazo mecánico sosteniendo una gigantesca lámpara circular con varios focos apagados. Los mosaicos de las predes le recordaron un baño antiguo de una de sus propiedades. Todo lucía impecable, demasiado limpio, casi anormal.  Había algo raro en todo aquello, y sin saber lo que era permaneció expectante. La gota de sangre se impactaba sobre el rojo contenido propiciando el sonido ya referido. Pero mientras más observaba los contornos y la textura de aquella gota, más intenso se volvía su color y más sonoro su caer.

— ¡Oh dios!— exclamó sobrecogido por la incredulidad.

Cerró con fuerza sus ojos un par de veces y los abrió otro tanto lleno de emoción.

—¡Puedo ver!… ¡Puedo escuchar con claridad!

Extasiado, pudo sentir que su cuerpo no le dolía más que levemente. Sus músculos estaban atrofiados y no podía moverlos, pero no hacia falta el movimiento para saber que se estaban recobrando. Su atención se dirigió entonces a su respiración y comprobó entusiasmado que podía respirar como cuando joven, limpia y profundamente. Su olfato, le traía el recuerdo de conocidas esencias y se embelesó disfrutando del olor de las nuevas. Su tacto también se había recuperado, y aunque carecía del movimiento de sus brazos, podía percibir la tela con que estaba cubierto todo su cuerpo.

Era un milagro inesperado.

 Intensos minutos transcurrieron en la excitación de comprobar su nueva condición de vida, y felices fueron los instantes en que se encontró solo, con su dicha. Pero su estrenado oído, le alertó de la futura entrada de un visitante gracias al sonido de sus pasos acercándose poco a poco en la lejanía. No iba solo, le acompañaba alguien más. Discutían; y aunque lo hacían en voz baja, sus recuperados sentidos, que parecían incluso haber sido incrementados, recogieron para él sus palabras:

— Aún debemos continuar con el tratamiento…, no ha despertado siquiera.

— ¿No es peligroso?

— No, está todo calculado.

— ¿Y todo salió bien?

— Por ahora, pero lo mantendremos en observación hasta corroborar que no hay efectos secundarios, y después…

— ¿Después qué?

 — Depende; si no los hay, aplicaremos el mismo procedimiento con los otros para observar la respuesta en diferentes organismos; si estos evolucionan de la mima manera, daremos por terminada la experimentación sobre esa enfermedad; pero si observamos alguna anomalía, tendremos que volver a intentar con otro procedimiento.

— El viejo no aguantará.

— Lo sé, pero hay más.

La puerta de la habitación se abrió y ambos doctores observaron el ya conocido rostro maltrecho de Rodolfo Rauhten.

— ¿Lo ves? No ha cambiado.

— Mhhh…, es extraño, los signos vitales son inmejorables. La dosis en la sangre es la adecuada; ya tendríamos que haber tenido algún resultado, aunque fuera parcial. Tal vez debamos subir la dosis.

— No, esperemos una semana más.

— Está bien, una semana.

Los doctores salieron de la habitación escoltados por el aguzado oído de Rauhten.

— Pero si en una semana no hay cambios…

— Si, si…

Los escuchó alejarse y sintió un estremecimiento. Ellos no sabían que le habían devuelto la vida.

— ¡Idiotas! – murmuró, mientras sonreía con de malicia.

 Dotado de nuevos ánimos y una inusitada lucidez mental, Rauhten se dispuso a hacer planes sobre su vida, ahora que de pronto sentía que no había nada que pudiera impedirle realizarlos.

O.Castro

Continúa en PARTE II