– Aviso: El contenido de este texto está pensado para un público maduro, por lo que no es recomendable para menores de 18 años.

VII

Tres días después de aquel despertar milagroso, Rauhten evidenció sorprendido que ese estado de salud en que se había embriagado en silencio durante sus horas de vela, comenzó de pronto a deteriorarse de forma estrepitosa.

Los médicos, le habían realizado análisis y habían descubierto una clara mejoría a penas el día anterior y se mostraban optimistas sobre la evolución del paciente. Sin embargo, Rauhten, que no sólo había recobrado un poco de color en su cuerpo, sino que había comenzado a recuperar la mayoría de sus funciones vitales y la totalidad de sus sentidos, fue testigo en carne propia, de una descomposición incomprensible que, en tan sólo veinticuatro horas le había devuelto, una vez más, a los límites de la muerte.

Los doctores Lemus y Mikel, se miraron asombrados al ver que el cuerpo de Rauhten se había, literalmente, desinflado y vuelto a arrugar de un día para otro.

— ¡Demonios! – dijo el Doctor Lemus sin mayor recato —. Creo que nuestro amigo siempre sí se va a morir.

— Estoy convencido – agregó Mikel que miraba con espanto aquel cuerpo marchito y quejumbroso, que de haber tenido la capacidad de moverse, seguramente se habría contorsionado violentamente hasta caer al suelo.

— Tal vez debemos reiniciar el proceso; es probable que ésta sea tan sólo una reacción del cuerpo ante la falta de la sustancia curativa.

— Pero es que míralo, está peor que al principio.

— Lo sé; pero quizá lo que hicimos mal, tal vez por haber retirado el tratamiento de un sólo golpe. Nos engañó su mejoría – dijo pensativo —. Tal vez, si reiniciamos el tratamiento y se lo quitamos poco a poco, tenderemos un resultado mas favorable…, es casi seguro.

— Suena lógico – indicó Mikel —. Pero será muy doloroso para el paciente pasar una vez más por ese tratamiento.

— En realidad serían varias veces más– dijo Lemus sonriendo —. Pero, qué te preocupa… él ya está muerto.

 Tras decir esto, ambos doctores salieron dejando al moribundo envuelto en la inclemencia de sus dolores y en el terror de la sentencia que había alcanzado a filtrarse a sus oídos. La desesperación y la agonía de la muerte volvían a él, pero aún más dolorosa y frustrante, pues había tenido la mala suerte de vivir la salud durante algunas horas gloriosas, y ahora, continuarían manteniéndolo vivo, para seguir matándolo, una y otra vez…

— ¡Desgraciados… hijos de puta…!— gimió Rauhten; y un último pensamiento de odio y venganza, saturó la totalidad de sus pensamientos justo un segundo antes de caer fulminado por un espasmo desgarrador.

VIII

 Los días se acumulaban, uno tras otro, bajo la rutina de las brutales torturas que eran parte del tratamiento y que eran seguidas de días de lucidez y salud fuera de todo límite, pero para recaer nuevamente al cuarto día y recomenzar inmediatamente el doloroso proceso. Cada vez, los doctores administraban una dosis menos potente de medicina a la sangre con la que rellenaban las arterias de la víctima, inmediatamente después de habérselas drenado por completo.

Durante cuatro interminables semanas, Rauhten fue sacudido por las más aberrantes sensaciones de dolor y muerte a las que jamás ser alguno haya sido sometido. Su cuerpo terminó lentamente por resignarse al dolor hasta quedar inmerso en un estado catatónico de indefensión. Sin embargo, su mente continuaba girando sin descanso entorno a ideas degeneradas por la continua pena y la creciente locura de su mente cansada. Las más abyectas imágenes se proyectaban en su cabeza ensombreciendo aún más su espíritu muerto. Los periodos de lucidez de que disfrutaba tras el suplicio del tratamiento, no eran ya interpretados por su mente sino como un aviso, una señal que anunciaba el regreso al dolor, el regreso a la muerte. Su cordura había sido sustituida por un estado de alucinación permanente, donde el temor y el odio, que convergían de forma imperiosa sobre su inconsciencia, afectaban su realidad hasta el grado de hacerlo incapaz de reconocer la diferencia entre el sueño y la vigilia, entre la ilusión y la realidad. 

Entre tanto, los doctores que permanecían del todo ajenos a cuanto de anímico o psicológico pudiera estar afectando al paciente como resultado de sus procedimientos, continuaban inclementes en la aplicación de aquella inhumana intervención.

Cierto día, el doctor Lemus ingresó en la habitación seguido de la doctora Laura.

— ¿Lo ves?, te dije que resultaría – Dijo Lemus a Mikel, que se encontraba ya dentro de la habitación.

— Si, ya he visto, sin embargo…

— Sin embargo, qué… – le interrogó Lemus.

— Aún no se estabiliza del todo.

— ¿A qué te refieres? – preguntó la doctora Laura.

— A que ya hemos logrado desaparecer por completo la dosis en la sangre, eso es cierto, ahora, su organismo puede reanimarse sin necesidad del químico que inyectábamos con la sangre…

— ¿Y?— preguntaron impacientes ambos doctores.

— ¿Y?, pues nada, que ya sólo falta que le retiremos la transfusión de sangre, para que sea la suya propia, la que haga el trabajo de regenerar su organismo.

Los tres doctores se miraron.

Mikel les indicó con el dedo que se dirigieran a la puerta.

Cuando todos salieron de la habitación, Mikel susurró a sus colegas:

— En los demás pacientes he observado la misma reacción anómala ante este procedimiento, pues el organismo parece sustituir el medicamento con la sangre nueva y fresca que sustituye a la vieja y enferma. Sus organismos se acostumbran, con cada nueva transfusión, a sustituir su sangre y aunque esté limpia, sus cuerpos comienzan a rechazarla automáticamente en espera de otra probablemente un poco más nueva y fresca… — Mikel hizo una pausa para respirar —.  Creo que se están haciendo adictos a la sangre.

—¡Imposible! – exclamó Lemus en el colmo de la incredulidad.

— Retírales la sangre… ya verás.

— Lo haré…, de forma paulatina claro está, y al igual que el medicamento, su organismo comenzará a limpiar y a regenerar su propia sangre.

— No funcionará.

— En un par de semanas termina la última fase del proyecto y entonces comenzaremos con el retiro de las transfusiones… será un éxito.

— Sus organismos han mutado, se han adaptado a una nueva forma de existencia, han cambiado. Sin la sangre que les proporcionamos, apuesto que morirán.

— Acepto la apuesta, y te demostraré que te equivocas Mikel.

— Ya veremos…, ya veremos…

Rauhten, que no había perdido una sola palabra de lo dicho, permaneció con los ojos horrorosamente proyectados hacia la pared a su costado, mientras que al interior de su cabeza, una voz diabólica reía incontrolable, dominando y abriéndose paso entre la oscuridad de sus más desgarradoras pesadillas.

IX

El sonido de su voz le arrebató de su sueño inclemente obligándole a lanzar un alarido de susto y alegría que, no obstante, tan sólo pudo escapar de su boca como un suspiro.

— ¿Quién eres? – preguntó con voz queda y ronca a aquella imagen impresionante que se erigía a un costado de su cama sin poder distinguir ya si se trataba de un ser real o un producto más de sus sueños y sombras.

— Soy… tu hermano – dijo el hombre mientras le colocaba la mano en la frente de forma paternal.

— Sufres…— continuó el misterioso hombre —. Debes dejar de sufrir. Debes abandonar este lugar.

— Si tan sólo pudiera. Mi cuerpo se ha atrofiado, mis músculos ya no responden, yo no estoy vivo realmente, sólo estoy despierto…, aunque ya no estoy seguro.

— Comenzarán a quitarte la sangre que reanima tus órganos y tus sentidos, entonces, verdaderamente morirás.

— ¿Por fin?

— Sí, pero será una larga agonía, ellos no dejarán que mueras sin hacerte sufrir por lo menos un par de meses más.

— ¡Es una eternidad!

— Lo es, por eso debes levantarte ya de esa inmovilidad y escapar, yo te dirigiré.

— ¿Pero ¿cómo? Le digo que no puedo moverme… ¡ah!, si yo pudiera moverme…

 El hombre misterioso observó aquel cuerpo enorme y relativamente joven tendido sobre la cama, indefenso e inútil, y pensó que quizá, en otros tiempos habría sido muy fuerte, ágil y hermoso.

— Comienza hoy mismo – dijo el hombre —. Aprovecha tus escasos momentos de lucidez y tus infinitas horas de agonía. Comienza con un músculo cualquiera, un dedo, luego con dos, con las manos, los brazos, luego con los pies, las piernas; hazlo cuando las sombras de tu realidad no te miren, cuando te sepas sólo en esta habitación. Reestablécete antes de que puedan actuar sobre ti los verdugos, pero hazlo sin dar muestras de tu progreso, al contrario, finge un estado de deterioro mayor al real, eso te dará tiempo. Cuando hayas alcanzado un estado de salud considerable, vendré por ti, y ambos seremos libres.

— ¿Quién eres tú? – preguntó lleno de excitación aquel hombretón enfermo que, dentro de su alucinación, creía haber reconocido una presencia divina, enviada a él con el único fin de rescatarle.   

— Te lo he dicho, soy un hermano…, y voy a salvarte.

Y tras haber dicho esto, la figura del hombre desapareció de su campo de visión dejándole sumido en la más desconcertante de las confusiones. No obstante, momentos después, uno de sus dedos rozaba con afán la delgada tela con que cubrían su cuerpo.

El largo pasillo de aquella ala del laboratorio fue librado con la velocidad inaudita de quien, sumido en su locura, posee la certeza de vivir en un estado superior de conciencia; un nivel de vida superior, un don ajeno a los hombres ordinarios, el cual, le proporciona la capacidad de ser invisible, rápido e invencible, incluso dentro del plano de esa realidad, a la que paradójicamente, su insensatez había aprendido a dominar.

Tras ejercitar su cuerpo durante semanas, Rauhten había aprendido a aprovechar sus días de bienestar para perfeccionar el sutil arte de escapar de su letargo cuando nadie le veía, y recorrió así corredores, abrió y cerró puertas, habló, aconsejó y estimuló de la misma manera a cuantos “hermanos” encontró al interior de aquel recinto que comenzaba a ser suyo, pues nadie reparó en ello, nadie jamás le vio mientras, en su mente, le parecía que podía observarlos de frente, casi mirándolos directamente a los ojos, y es que, él así lo había decidido, eran sus sueños, y él podía hacer lo que quisiera dentro de ese nuevo mundo que su fantasía sicótica hacía real.

Lo hacía a horas apropiadas, cuando menos movimiento había. Y al final del día, regresaba a su habitación, se colocaba los tubos y aditamentos con que lo trataban, y se recostaba en la posición acostumbrada justo antes de que los doctores ingresaran para realizarle los análisis de rutina.

Él, los saludó desde de su delirio, pero ellos, en su acostumbrada frialdad, no le respondieron y se limitaron a mirarle con su habitual desprecio para inmediatamente continuar sus labores.

X

Algunos días más tarde, las cosas comenzaron a cambiar. El dolor había vuelto. El periodo de lucidez era más corto ahora que le habían reducido la cantidad de sangre en transfusión. Su cuerpo le alertaba del peligro. Su respiración comenzó a hacerse inestable y su visión se deterioró. Un hormigueo invadió su cuerpo y un frío intenso cayó sobre él y sobre su espíritu muerto: el momento había llegado.

Haciendo uso de toda su desquiciada voluntad, no permitió que los primeros síntomas del decaimiento tras la insuficiente transfusión minaran por completo su nada despreciable estado de salud. Tomó aire, se despojó de todo aquello que le conectaba a la cama y tomando una bata, se dispuso a salir.

Caminó por entre las nubes de mente guiado por su férrea voluntad de hombre loco. Un hombre enorme ya le esperaba de pie en una de las habitaciones. Le miraba con aspecto ansioso y esperanzado, por lo que no pudo evitar pensar en él como un cachorro indefenso esperando desde la puerta la llegada de su amo.

— Llegó la hora, ¿estás dispuesto Lyon? – preguntó al hombre, y éste, que experimentaba una sensación de debilidad muy similar, pareció de pronto entusiasmarse; y tras despojarse de algunas conexiones que aún le ataban, tomó un bata y se acercó al misterioso señor que le llamaba.

— Sí señor, sabe bien que le seguiré hasta la muerte si me consigue la libertad, tal y como me ha devuelto, con sus palabras, el movimiento… y la vida.

 Rauhten lo miró con orgullo, era un hombre de excepcional altura y fortaleza. Le dio rápidas indicaciones de lo que debía hacer y le invitó a seguirle.

— Querido Lyon, debes saber que los hombres de este lugar juegan a ser dioses – comentó mientras recorrían uno de los pasillos—, pero sólo son esclavos de aquello que crean. Han distorsionado la naturaleza y han construido una realidad fija que les da seguridad y confianza en sus acciones. Nosotros, hermano mío, escapamos a esa realidad, por eso no pueden vernos, y si lo hacen no logran reconocernos. Si crees que no existes para ellos, no existirás… como ahora. Por ello, no debes sentirte ignorado… simplemente no pueden vernos porque no entienden lo que somos.

De esta forma, Rauhten y su pupilo caminaron por los corredores de ese laboratorio experimental. Rauhten le mostraba el lugar como si le perteneciera, y le demostró su superioridad sobre los hombres con los que a veces se cruzaban y que por alguna razón no reparaban en ellos.

— Para estas personas somos hombres moribundos e inútiles, por lo que su razón les prohíbe vernos como lo que en verdad somos. Sus estrechas mentes han determinado las posibilidades de la realidad, y todo lo que esté fuera de ella: no existe.

— Mi cuerpo se cansa señor… – dijo Lyon apoyando su enorme cuerpo sobre una de las paredes.

— Lo sé hermano, lo sé… Tras estas puertas se encuentra el néctar que ha de devolvernos la fuerza y el descanso que requerimos para alcanzar nuestra salvación y nuestra libertad.

Cuando llegaron a las puertas referidas, las abrieron. Unos pasos más le condujeron hacia amplios contenedores que Rauhten se dispuso a invadir. Gruesas bolsas con el preciado contenido colgaban al frío de una enorme caja especialmente diseñada para la conservación de los objetos en ella depositados.

— Impaciente y con los ojos desencajados, Lyon quiso arrebatar una de esas bolsas de las manos de Rauhten, pero este le contuvo.

— Calma, calma, debes aprender a controlar tus impulsos.

— ¡Se lo suplico, Señor!, permítame beber o moriré.

 Rauhten extendió su mano y le otorgó una de aquellas bolsas. Lyon la tomo con furia en sus manos y sin pensarlo se la llevó a la boca, le dio una mordida a la bolsa y succionó el liquido con avidez inaudita. Rauhten hacía lo propio, pero con la paciencia y la calma característica de alguien acostumbrado a beber vinos de Egon Muller.

— Ahora que has satisfecho tu sed, anda… saldremos.

Sin protestar, Lyon le siguió por el laberinto de corredores hasta que alcanzaron su final.

— Tras esta puerta está la libertad – dijo Rauhten con solemnidad. Tras esta puerta habitan los hombres que han nacido para matar, pero que el día de mañana, vivirán para morir. La sangre que requerimos para sobrevivir, corre sin necesidad, dentro de sus cuerpos mientras, y para nosotros representa la diferencia entre la muerte y la posibilidad de una vida eterna y una vida superior. 

Una euforia excesiva invadió el ánimo de Lyon, quien al igual que Rauhten se hallaba bajo los influjos de un tratamiento que además de hacerlo adicto a la hemoglobina, en el proceso los había saturado de odio, insensatez y paranoia. Su aberrante visión de venganza se confundía con una desesperada obsesión por la sangre y vida.

Salieron.

Ruidosas carrozas de metal escupían ingentes cantidades de un humo oscuro y espeso del que todos parecían renegar. La metálica luz de un sol frío y sin color caía sobre la ciudad con brillo cegador que se multiplicaba al contacto con las nubes. Los ojos de ambos tardaron en adaptarse a esa tremenda luz, y notaron que sus pieles lo resentían incluso en la sombra. Miraron multitudes ruidosas que se precipitaban presurosas por las estrechas calles empedradas de los alrededores, mientras comerciantes y transeúntes gritaban como enajenados, dispuestos a no dejar pasar uno más sin que se llevase algo de lo mucho que ofrecían y que nadie necesitaba.

Entre ellos caminaron. Varios les observaron, tal había sido su voluntad, pero todos ellos rieron al verlos pasar con su extrema palidez enfermiza, de sus rostros duros y desencajados. Se burlaron de su seriedad y su altivez al caminar, la cual contrastaba con sus batas azules de enfermo del todo inadecuadas para la solemnidad de la calle a plena luz, y hubo hasta quien les insultó por la forma en que se comunicaban entre ellos. Parecían tan unidos…

Más de una vez, Lyon estuvo a punto de perder la compostura y liberar su locura sobre aquellos insignificantes personajes de los que se sentía ya dueño, pero cada vez, la ecuánime pero profunda voz de Rodolfo Rauhten inhibió sus impulsos.

Vagaron así por largos minutos entre las calles de esa aberrante ciudad de hombres sin conciencia; muertos de espíritu, pero vivos de ambición. Y durante ese lapso, cientos de burlas cayeron sobre ellos como piedras arrojadas con intención herir hasta desangrar, pero nunca contestaron los agravios, hasta que, finalmente, cuando Rodolfo creyó haber visto suficiente de lo que por años les fue negado, decidió perderse entre las sombras de sus mentes deformadas para regresar así, al lugar de donde habían venido sin ser vistos.

Como salieron retornaron al laboratorio y se desplazaron sin problemas por los pasillos hasta sus correspondientes habitaciones. Ese día les había enseñado lecciones importantes que marcarían sus vidas para siempre… y las de los demás.

XI

Fue al anochecer del tercer día cuando Rauhten decidió que no soportaría ni un día más encerrado en aquel sitio. Y es que la noción de libertad de que había gozado el día anterior aumentaba su ansiedad y sus deseos de venganza. Sin embargo, antes de salir, había algo que deseaba hacer…

Los ecos de sus pasos resonaron por los pasillos del recinto, pero sólo Lyon pudo escucharlos. Se puso en pie al momento y se dirigió a la puerta. Rauhten le esperaba flemático.

— Es hora de la venganza… ¿estas listo?

Lyon asintió desorbitando sus ojos de psicópata contenido; mordió con fuerza su labio inferior, y temblando de ansiedad, siguió a su salvador por el laberinto de pasillos en busca de saciar su sed…

Tenues e inconfundibles risas llegaban a ellos desde el fondo de uno de los corredores. A ellas se dirigieron. Pero cuando hubieron estado a un par de metros de la puerta que les separaba de ellas, las risas cesaron…

— ¿Escucharon eso? – preguntó el doctor Lemus desde su escritorio llevándose un dedo a los labios en señal de silencio.

— ¿Qué? — se interesó la doctora Laura que se encontraba sentada en un sillón, a su lado.

— Creí escuchar pasos aproximándose…

— Será una enfermera en turno o un guardia – comentó Mikel restándole importancia al asunto.

— Sí pero ¿en esta área? — agregó Lemus —. Se supone que nada más debemos estar nosotros tres a estas horas…

— Algo se le ha de ofrecer a alguien… ya verás – dijo Mikel levantándose de su silla y se dirigió a la puerta…

Se abrió de golpe impactándose contra la pared causando un gran estruendo en todo el pasillo. Lemus y Laura dieron un brinco del susto.

— Lo lamento – rió Mikel —, se me escapó.

Aún temblando, pero fingiendo no haberse sobresaltado, Lemus se aproximó a la puerta mientras refunfuñaba. Al llegar al umbral, notó que aquél largo corredor estaba vacío y cerró la puerta con exagerado cuidado.

— Así es como se manipulan las puertas Mikel, sin ruido; puedes despertar a los pacientes.

— ¿Despertar?… pero si ya están como muertos…

Los tres echaron a reír mientras Lemus se dirigía a su sillón… cuando escucharon que alguien llamaba a la puerta. Eran suaves golpeteos rítmicos que no se detenían.

Los tres quedaron paralizados por la incertidumbre.

— Creí que dijiste no había nadie… – dijo Mikel.

— No había…— apuntó Lemus.

— No me espanten chicos… – dijo Laura, nerviosa.

— ¿Quién es? — preguntó Lemus con voz temblorosa, pero no hubo respuesta.

Los golpeteos continuaban.

— Veré quien nos está jugando esta broma pesada – dijo Mikel al tiempo que se encaminaba a la puerta.

Al llegar a la puerta, nuevamente el silencio se apoderó del pasillo, abrió y ante la mirada sorprendida de todos, el corredor estaba despejado.

Molesto por aquella broma de mal gusto, Mikel se dio media vuelta e iba a decir algo a sus colegas, pero se contuvo al ver sus ojos desencajados de terror mirando algo por sobre sus hombros. Sin preguntar la causa de semejante actitud, Mikel giró lentamente la cabeza, pero antes de que pudiera ver lo que había tras él, una violenta patada en la espalda le lanzó al suelo de forma aparatosa. Laura gritó y se puso en pie de inmediato al reconocer a uno de sus pacientes. Lemus permaneció en su sitio, pálido y sin respirar.

— ¿Qué crees que haces, Lyon? – gritó alarmada la doctora —. ¿Cómo has hecho para…?

Lyon no contestó, pero una profunda y larga mirada llena de rencor penetró en ella quitándole el habla.

Mikel se iba a levantar, pero una nueva y poderosa patada de Lyón directo a su cara le dejó inconsciente y sangrando copiosamente sobre el piso.

Laura quiso intervenir, decir algo, pero no pudo. Todo su cuerpo se encontraba paralizado.

Lemus se volteó tratando de evitar ver aquella escena, pero sus ojos se encontraron de frente con la fría mirada de Rauhten que, desde el marco de la puerta le observaba con alarmante tranquilidad.

Excitado por al fin poder liberar su ira y su desenfrenada sed de revancha, Lyon reinició la golpiza sobre el cuerpo inconsciente del doctor Mikel, logrando que con cada nuevo golpe, borbotones de sangre fresca y espesa escaparan de su boca y de su ya deforme nariz.

— ¿Por qué hacen esto?  ¿Por qué?… – preguntó al fin Lemus.

— La pregunta, mi querido doctor – le atajó Rodolfo mientras caminaba lentamente hacia él —, es ¿por qué nos han hecho esto ustedes?

— Nosotros no… ¡sólo cumplimos nuestra labor…! – vociferó Lemus al ver que la paliza a Mikel subía de intensidad —. ¡Tratamos de hacer un bien…! Sólo así lograremos descubrir…

— ¡Lograron transformarnos en monstruos! ¿entiende? Eso es lo único que han logrado… nos han robado el alma al hacernos vivir dentro de las fauces de la muerte una y otra vez; y además, han permitido que nos masticara lenta y dolorosamente ¡Oh! Pero ustedes son seres viles e inhumanos… disfrutaban su labor…. pero su castigo será poético, porque ahora sucumbirán en manos de su propia creación.

La voz de Rauhten sonaba grave y aterradoramente segura, rebotando dentro de los oídos de Lemus y de Laura como la sentencia que anuncia un final de inimaginable dolor.

— Les mostraré lo que han creado, “doctores” – dijo Rauhten tomando del cabello a Lemus y obligándole a mirar en dirección a donde Lyon golpeaba brutalmente el cuerpo agonizante del doctor Mikel. Luego, con voz autoritaria gritó:

— ¡Lyon! Sé que tu sed es mucha, y que tus fuerzas reclaman alimento para continuar… así que bebe hermano mío, que dentro de tu enemigo se halla el maná que habrá de devolverte la vida con toda su fortaleza.

Al escuchar esto, Lyon, histérico se abalanzó sobre el bulto a sus pies y levantándolo de un sólo jalón se apresuró a buscar la ensangrentada boca de su víctima. De ella emanaban ingentes cantidades de aquel líquido tan ansiado, y Lyon la sorbió, primero con desconcierto, y luego con desenfrenada avidez.

Impactado, Lemus devolvió el estómago instantáneamente, mientras que Laura permaneció petrificada en una mezcla de asco y terror, sin lograr poder dar crédito a lo que observaba.

El cuerpo de Mikel se retorcía en desgarradora agonía; sus ojos hinchados se abrían de vez en vez en busca de auxilio y en ellos se podía evidenciar el horror y la certeza, de una muerte próxima; mientras, Mikel continuaba succionándole la sangre por su destrozada boca.

Instantes después, el cuerpo de Mikel dejó de sacudirse. Lyon, arrojó al suelo su drenado cuerpo y sonrió hacia Rauhten como sólo los locos o los demonios pueden hacerlo.

— ¡Bien! Muy bien hecho muchacho – aprobó Rauhten —, pero no te detengas, la señorita que durante tanto tiempo te ha mantenido con vida desea salvarte la vida una vez más… entregándotela.

Al decir esto, tanto Laura como Lemus gritaron horrorizados. Laura instintivamente quiso correr hacia la puerta pero Lyon se lo impidió de un manotazo y la lanzó al suelo, Lemus quiso hacer lo propio, pero un duro y frío dedo de Rauhten irrumpió en su yugular deteniendo su precipitada marcha. Sorprendido, Lemus miró a Rauhten; se veía diabólicamente agresivo, las venas de su cara resaltaban grotescamente y sus ojos, increíblemente rojos e inyectados de sangre, le observaban con brutal malicia. Pretendió decir algo, pero no pudo hacerlo. Sintió un extraño adormecimiento y llevó sus manos al cuello, estaba sangrando. Con mucho cuidado, Rauhten le ayudó a encaminarse hasta uno de los sillones y ahí lo recostó.

 Lyon, que había acudido a recoger del suelo a la doctora Laura cuando ésta trataba de incorporarse, propinó un brutal y asesino golpe a su rostro con la masa que era su puño. La mujer cayó al suelo fulminada… ya sin vida. Con brusquedad desalmada, Lyon la levantó del suelo, y al notar que ya no podría jugar más con ella, se enfureció.

De un sólo movimiento la depositó sobre el escritorio, y de otro no menos violento, la despojó de sus ropas. Eufórico, comenzó a morder su cuerpo en un claro intento por hacerla sangrar, pero cuando lo hubo logrado, el sabor de la sangre muerta le desagradó. Volteó el rostro; Rauhten le miraba de reojo y le sonreía como quien sonríe a un niño que anuncia una travesura. Él regresó la sonrisa y se desvistió con torpeza.

Recostado, Lemus observaba entre pesadillas la aberrante acción, mientras su propio cuerpo iba siendo despojado de su líquido vital. Rauhten bebía sin prisas el dulce néctar de su víctima mientras disfrutaba del espectáculo de sangre y muerte que el incontrolable Lyon estaba interpretando. El cuarto hedía a muerte, el suelo y las paredes se manchaban de cabellos, líquidos corporales, materia gris y toda clase órganos, tras ser arrancados de los cuerpos de sus víctimas.

 Con su último respiro, el Dr. Lemus se disculpó con el mundo por lo que había creado, sus ojos finalmente se cerraron y Rauhten se levantó dejando caer un fardo casi esquelético sobre el piso.

Cruzó el cuarto y tomó algunas ropas de calle de los occisos y se dirigió a Lyon, quien, sumido en un atroz acto de necrofilia, seguía penetrando desenfrenadamente un cuerpo desmembrado e irreconocible.

— ¡Es todo, Lyon! – Ordenó –. Vámonos de aquí.

Lyon, que no escuchaba otra voz más que la de su locura, titubeó, pero al ver a Rauhten erguido a su lado, obedeció al instante. Tomó las ropas que le ofrecía Rodolfo, y con las manos aún temblorosas preguntó:

— ¿Ahora, ¿qué hacemos… mi Señor?

— Reúne a los demás, han de estar muertos de hambre, y es nuestra obligación alimentarles… pero sólo a los que acepten venir contigo a la primera…, a los demás, mátalos.

Lyon asentía mientras se vestía.

— ¿Y después, que haremos…?

— Vivir Lyon, vivir, ya sin dolor… y para siempre.

Lyon sonrió con su ya acostumbrada mueca psicópata, y entusiasmado, salió corriendo de la habitación. Rauhten, echó un vistazo a la habitación: lucía repugnante. Había sangre y restos de órganos por todas las paredes, piso y techo. Un fétido aroma a sudor y muerte emanaba de ella, y aunque por unos instantes quiso reflexionar y arrepentirse, extrañamente nada de lo acontecido le pareció mal, por el contrario, sintió dentro de su mente una pulsante satisfacción. Limpió su boca de una fina evidencia de sangre, y se encamino al pasillo cerrando la puerta tras de sí.

Mientras caminaba por los pasillos, los alaridos de personas siendo asesinadas comenzaron a abarrotar el lugar. Se escucharon cosas romperse y algunas explosiones menores. Algunos corrían despavoridos, pero sin poder evitar ser alcanzados por aquellos hombres alterados en sus mentes y en sus cuerpos por aquella insaciables sed de sangre que los volvía locos y que además les hacía recuperar sus fuerzas perdidas y hasta conocer un nivel superior de vida donde simplemente ya no parecían conocer límites…

Minutos más tarde, una docena de sombras cruzaron el umbral de la puerta principal, y caminaron lenta y despreocupadamente hasta perderse bajo el mar de luces de una ciudad que dormía… su último sueño de paz.

O.Castro

 -Los monstruos más aterradores se esconden al interior de nuestras mentes; por ellos se odia, se mata, y por ellos se muere… pero no hay maldad… es sólo naturaleza humanaO.Castro

Continúa en PARTE III (próximamente)