El inesperado sudor frío en su espalda, producto del intenso torrente de adrenalina, lo alertó de inmediato ayudándole a no perder el control del automóvil a pesar del impacto a aquella imprudente velocidad.

Se quedó pasmado, sujetando el volante con fuerza pero sin quitar el pie del acelerador. Sus ojos, desorbitados como reflejo de un pensar extraño, de una vivencia nueva e impactante, se negaron a realizar el ligero movimiento arriba y a la derecha que era necesario para poder mirar lo que el rectangular cristal del espejo retrovisor mostraría. Y es que, como todo ser humano, evitaba la verdad y temía cobardemente al resultado de sus actos, sin embargo, un severo dolor en su pecho confirmaba con cada latido su temor.

 La noche era joven, sin luna, por lo que sus tenebrosas sombras invadían todo en aquella desierta carretera que aún lo separaba por más de cien kilómetros de su destino. Había conducido toda la tarde desde que abandonó el trabajo y sólo había parado una vez a tomar gasolina, y aunque era mucho su cansancio, se negó a detenerse, pues eso equivalía a perder la ventaja de horas que había adelantado al salir desde temprano. Sin embargo, cuando la noche cayó, su error se hizo evidente.

No pudo haber sido más de un segundo el tiempo que sus párpados se cerraron ignorando su voluntad en busca del sueño que le era necesario para descansar. Sólo un instante, el único momento del trayecto en que había ocurrido, pero el destino, a veces injusto, siempre imprevisible, ocupó justo esa fracción de descuido para ponerlo en su camino. Todo fue muy rápido…, la negra silueta de ese cuerpo acercándose, su rostro iluminado mirándole con horror, el terrible impacto inicial, el escalofriante alarido, la sacudida y el golpeteo bajo las llantas… luego, otra vez la calma.

 Sus manos sudorosas no se atrevían a soltar el volante, ni para cambiar de velocidad, ni para enjuagar los hilos de agua helada que bañaban su frente. Sus ojos, clavados en las monótonas líneas de la carretera, tampoco se movían ni parpadeaban. El pie sobre el acelerador era un hierro pesado e inamovible y, en general, todo su cuerpo era como una roca movida por el deseo inconsciente de huir, de no volver atrás y olvidar.

Varios minutos después, cuando su mente jugaba contra él, cuando el sentimiento de culpa y la moral lo atacaban con furia, un pensamiento fugaz acudió en su ayuda para confundirlo… << Posiblemente ha sido un perro u otro animal que por el cansancio confundí con una persona >> pensó anhelante, pero el agudo grito de dolor que había escuchado le dejaba dudas. << A veces… los perros hacen ruidos extraños…>> se repetía en silencio.

Los kilómetros pasaban y su mente trataba de tranquilizarlo, pero su cuerpo permanecía petrificado. Aún se negaba a mirar por el retrovisor, pues mover cualquier músculo, hacer el menor movimiento, significaba para él perder la seguridad, era como admitir el terrible hecho o aceptar su responsabilidad, por ello, más kilómetros se sumaban a la distancia y aunque hacía ya más de diez minutos que había ocurrido aquello, él seguía evitando mirar. Algo, que sentía muy en lo profundo de su alma, le indicaba que, pasara lo que pasara, no debía mirar.

 Los autos en contraflujo pasaban de vez en vez iluminándolo con sus faros, pero éstos no eran suficientes para hacerle parpadear. Un incómodo hormigueo aún recorría su cuerpo impidiéndole calmarse, y el sonido de aquel alarido aún resonaba en sus tímpanos como el eco de la muerte y la fatalidad. Entonces, su mirada cansada y entumecida vaciló moviéndose torpemente justo en la dirección que no debían pero deseando no ver nada atrás. Un segundo antes, el sudor frío se intensificó por el terror y sus ojos realizaron el rápido movimiento hacia el espejo en busca del reflejo de lo que no debía estar, pero ahí estaba, sentado en el asiento trasero, con la cabeza sangrante y el ceño fruncido por la furia y mirándolo con grandes ojos rojos que descansaban sobre pómulos morados y hundidos que le recriminaban en silencio su crueldad. El sobresalto fue tal que sintió desvanecerse y no pudo ni gritar. Sus ojos, abiertos hasta el límite regresaron al camino esperando encontrar en las rítmicas líneas del pavimento un poco de coherencia y tranquilidad. Su cuerpo siguió paralizado sujetando el volante con sus dos manos y con su pie de plomo presionando el acelerador. Sus piernas le temblaban incontrolablemente y el intenso sudor ya empapaba su cuello y sus axilas enfriando su cuerpo. Su estómago se contraía en espasmos irregulares y su quijada, clausurada, lastimaba sus encías por la fuerza de la presión. Sólo podía controlar el temblor de sus manos, pero porque éstas se aferraban al volante con fuerza desmedida.

 Aquello no podía ser verdad, debía tratarse de una alucinación producto del ensueño, el trauma o la ansiedad. Pero nada de aquello le calmaba, y mucho menos podía hacerle voltear. Creía estar aún lo suficientemente consciente para saber ubicar lo falso de lo real, no obstante, algo le indicaba que no debía volver a mirar. Lo sentía ahí, tras él, a escasos cuarenta centímetros tras su hombro derecho, observándole con odio, reprochándole su descuido, condenándole por asesino.

La tensión le impedía tragar saliva y su respiración era tan agitada e intermitente que más bien parecía que se asfixiaba. Nunca antes había sentido tanto miedo como en esos instantes, pero justo en ése momento un rayo de lucidez acudió a él obligándole a sentir vergüenza de sí mismo y, por un segundo, dudó. Entonces, sus ojos se movieron en un acto de soberbia y el ensordecedor alarido de la muerte irrumpió en sus oídos al ver nuevamente aquel rostro pálido y desafiante por el espejo retrovisor.

 Esta vez, la impresión fue tan grande que casi perdió el control del automóvil y por poco se impacta contra el muro de contención de la carretera. Sin embrago logró controlar el auto y se detuvo en seco a la mitad del camino, e impulsado por una fuerza ajena a él, sus manos se despegaron del volante y buscaron la manija que abriría la portezuela, pero un súbito estremecimiento lo paralizó en el acto cuando al girar la cabeza hacia su ventana pudo verle de pie fuera del auto ligeramente inclinado hacia la puerta, esperándole con mortal paciencia. Su pie derecho se movió como por acto reflejo haciendo alarde de voluntad propia y de inmediato el auto reinició su veloz marcha sobre la carretera. Aturdido, comenzó a llorar desconsoladamente y lanzó un par de afligidos gemidos que no pudo controlar. El terror en su más cruda expresión había hecho presa de él y aunque deseaba con  toda el alma salir del auto, ya no hallaba la forma de detenerlo, sus extremidades no respondían, estaban petrificadas, además, sabía que si lo hacía… ahí estaría él. De pronto, el frío aumentó dramáticamente cuando sintió nuevamente su presencia detrás suyo…, no necesitaba voltear más para corroborarlo. Trató de hablar, trató de gritar, quiso disculparse, pero su incontenible llanto le ahogaba. Segundos después pudo percibir su húmedo aliento justo detrás de su oreja derecha… se acercaba.  Entonces dejó de respirar, su cuerpo detuvo de golpe su temblor, y en un irracional acto de autodefensa, cerró sus ojos para no ver aquello que sentía… un cuerpo destrozado moviéndose torpemente por entre los asientos para finalmente quedar sentado en el lugar del copiloto, junto a él. Tenía los ojos cerrados, pero podía adivinar su rostro pálido y ensangrentado  mirándole fijamente con sus ojos venosos y desorbitados. El auto continuaba su marcha aumentando su velocidad, y antes de llegar a la curva, sus párpados se abrieron precipitadamente para dejarle ver la oscuridad del barranco al que se precipitaba y de inmediato su cuello giró bruscamente a la derecha hasta quedar frente a frente con el rostro que había imaginando…

Ambos se quedaron mirando fijamente… él, horrorizado, lo veía sonreír.

Octavio C.