El repugnante olor me arrancó con violencia del profundo sueño del que no sabía que podía despertar. Es un aroma a podredumbre que penetra mis nuevos sentidos de manera tan abusiva que me obliga a llorar y no puedo parar. Mis lágrimas brotan por el dolor y el terror de estar aquí, aunque de pronto, a mi llanto le siguen momentos de bienestar y calor, donde las esencias cambian y siento breves destellos de tranquilidad al ser envuelto por la tibieza de algo parecido al amor. Sin embargo, ese hedor a muerte persiste bañando de angustia mi nueva vida y se hace cada día más penetrante. ¿Por qué me pasa esto? El asqueroso halo de algo pudriéndose a la intemperie… ¡soy yo! Alguien sometido a existir en este plano terrenal donde un abominable pedazo de carne relleno de líquidos y vísceras es condenado a agonizar lenta e inexorablemente hasta su degradación total. Darme cuenta de semejante destino corroe mis días y mis noches sumido en el pavor y la desesperanza. No obstante, por instinto y acto reflejo, me veo forzado a distraer mi conciencia para seguir siendo, evitando así que la pena me empuje a precipitar su latente final. Eso da resultado… No sé por qué lo hago, es un atavismo el que me permite aguantar, ¿aguantar qué? Aguantar todo. Emociones, sensaciones, experiencias, traiciones, frustraciones, alegrías… y luego tristeza y decepciones, vivencias, dolencias, aprendizajes, sabores, sonidos, visiones y, sobre todo, olores, despreciables olores. Cada uno de ellos se conecta con mi mente evocando algún suceso en el tiempo, pero todos me hablan de muerte, de lo que ya fue y de lo que dejó de ser, haciendo más claro y angustiante mi irreversible proceso decadente. Pero ¿por qué nadie más lo nota? Todos juegan a esconderse en burbujas de fantasía para evadirse de la realidad. Es lógico, no hay nada más. ¿Y para qué sufrir? Es mejor ignorar, estar ausente, estar inconsciente. Dejar que las cosas pasen, tratar de disfrutar lo que se pueda, o sencillamente, vivir sin darse cuenta. Luego, inmerso en esa dinámica pusilánime, de mi interior surge la abyecta necesidad de perpetuar mi fugaz existencia como la única salida razonable frente al olvido y la fatalidad. Así, procreo un nuevo ser a quien condeno a padecer un horror similar. Y aunque me condeno por ello, ya no puedo dar marcha atrás. Se torna un nuevo foco de atención, donde puedo silenciar todo pensamiento y con su frescura, confundir a mi olfato de la sucia realidad. De ese modo me envuelvo en actividades absurdas, destinadas a disfrazar mi esencia y velar por su integridad, mientras lo miro con envidia hacer todo aquello que ya no puedo, y que en su momento no supe o no quise apreciar. De pronto, recapacito y recuerdo que ni siquiera me importa, que en cualquier instante podre irme, para dejar de jugar a imaginar que existo, y que eso sirve para algo, aunque no sirva para nada en realidad. Poco a poco el reloj avanza y mis sentidos comienzan a fallar. Justo ahora cuando ya me he acostumbrado a la presencia de este tiempo, en este espacio, en un organismo que me ha sabido almacenar. Eso me irrita, pero sobre todo me entristezco por esta burla sin sentido que te fuerza a apreciar eventos sin valor, pero que se vuelven trascendentales durante el instante que a uno le es dado poderlos experimentar. Es ahí cuando se relaja mi fortaleza y el pútrido tufo a muerte vuelve a mi para hacerme recordar, que, desde el primer segundo, el que está muriendo soy yo, y que nada ni nadie lo puede evitar. ¿Entonces para qué existir? ¿Por qué desprenderme de la dulce placidez de la nada y someterme a este cruel martirio mal llamado vida, cuando en realidad se trata de una sentencia de muerte lenta y dolorosa? Aquí todo cambia, todo avanza, todo pasa, todo acaba, todo se olvida y al final, nada importa nada. Una aplastante depresión me embarga, asecha constante con su perfume a soledad, me provoca con cada mirada ignorada, con una palabra no escuchada o una caricia rechazada… Creo que es hora de callar. Al parecer, ya comienzo a desvariar. El contenedor de mi alma está fallando y ahora, con nostalgia, me dedico a delirar, saboreando con vehemencia la amargura del pasado y arruinando mi presente sin poder hacer otra cosa, salvo esperar. Las luces languidecen y las sombras se roban la nitidez del tiempo que, al desvanecerse, pierde su sentido, ese que nunca tuvo, pero que durante mi estancia me vi forzado a otorgar. Entonces, finalmente los ruidos desaparecen y los sentidos dejan de incomodar, no así el pestilente olor que se intensifica con mi cada vez más patética lucha por no dejar de respirar. Este cuerpo prestado, ahora marchito y arrugado, es evidencia de un tiempo efímero y fútil, como todo lo que hice y todo lo que fui. La continúa descomposición de sus órganos, produce desde el nacimiento un fétido aroma a muerte, que no es otra cosa que la agonía de una vida en permanente deterioro, pero de la que al fin podré descansar cuando, al disolverme en la nada, los olores se desvanecerán, el sufrimiento acabará, y mi espíritu atormentado, abrazará la eternidad.

O.Castro