Sus ojos habían cambiado y le miraban escépticos mientras hablaba. Eran hermosos, enormes y cafés, sin embargo, nada le podían decir sobre sus verdaderos pensamientos.

Él, habituado como lo estaba a penetrar hasta los rincones más insondables de la personalidad, se encontraba ahora perplejo y alarmado víctima de la ineficiencia de sus propias armas. Comprendía que había fracasado, se sentía desconcertado e indefenso, pues un entrometido sentimiento se había interpuesto y ahora, consciente como lo estaba de que sin su capacidad de autocontrol no podría abrigar la certeza de un conveniente proceder, se sentía incapaz de acertar a decir o hacer algo por recuperar el camino andado.

Entonces, vaciló.

Ella, sospechando, había alzado aquella invisible pero inquebrantable barrera que tanto le protegía haciéndola sentir controlada y segura. Jamás dejaba que sus emociones hicieran mella alguna en el pulido escudo que todos sus resquemores y anhelos rotos habían construido. Y en ese momento, veía con desconfianza, a través de su impenetrable coraza, el descarado intento de proximidad de aquel joven chocante y pretencioso que le hablaba de cosas extrañamente atrayentes, interesantes y enigmáticas. Justo como las que ella guardaba de manera celosa para sí misma. Se trataba de una estudiada artimaña sin lugar a dudas, aunque se sentía confundida. Un pensamiento inoportuno cruzó cual relámpago por su mente y lo rechazó al instante. Sus deseos y esperanzas no debían interponerse entre ella y su mundo perfecto. Esa insidiosa visión le invitaba a explorar, a arriesgarse y compartir nuevas experiencias, pero algo se lo impedía. El temor a la decepción, a descubrir, como siempre, que detrás de un rostro y una personalidad fatalmente idealizada se encontraba oculta la desesperanzada realidad de una vida carente de todo aquello que aparentaba poseer. La cruel y cínica vida se lo había enseñado y en varias ocasiones reiterado. Mas sus oídos, siempre atentos a su voz interior, de vez en cuando ensordecían para llevarla indefectiblemente por el camino del sufrimiento y la desilusión. Pero ahora, sería diferente. Duplicó el blindaje de su escudo, y aguardó.

 Él, trató de conservar la calma.

 Los segundos parecían horas bajo la increpante mirada que ahora se dirigía extrañamente fría y acusadora en su dirección. Palabras estúpidas surgían de su boca y eran severamente reprendidas en su interior. Ya no sabía qué hacer. La fingida dureza de su carácter, la impuesta pasividad de su rostro inalterable y crítico, habían desaparecido del todo. La experiencia en el arte de saber aparentar poco interés, al tiempo que lo provocaba por su persona, y el de mantener en absoluto control las más apremiantes situaciones, le había tomado años de dolorosas sacudidas y fracasos; pero en ese momento, se halló de pronto sin nada que decir. Se sintió un absoluto imbécil.

En aquél instante, percibió que su titubeo le costaría caro; sería interpretado por ella como falta de seguridad o nerviosismo infantil.

 Se turbó.

 Los más pesimistas pensamientos afloraron en su mente recriminándolo. Esta vez se encontraba solo consigo mismo, sin su mascara protectora, desnudo y flaco ante a la mujer que pretendía conquistar. Sus manos pegajosas no encontraban reposo alguno dónde calmar su ansiedad, y mientras tanto, la conversación pueril comenzaba a balancearse peligrosamente hacia la mediocridad.

 Se aterró al comprender que aquella plática le hacia parecer banal, simple e inmaduro ante los experimentados ojos que ya le juzgaban profundos e inteligentes, y prefirió callar.

 Mucho tenía que decir, pero se daba cuenta que si lo decía, no tendría la más mínima posibilidad de sobreponerse al terrible golpe del rechazo. Su máscara de intelectual autosuficiencia le permitía expresar lo que creía que pensaba que sentía, sin tener que preocuparse por ahondar en lo que su alma realmente le decía.

 Previo a ese momento lo supo, pero su mente le había abandonado y la inocencia que había renacido en él, lo bloqueó como antaño, haciéndolo incapaz de pronunciar las palabras importantes.

Completamente abrumado por la intensidad de sus nuevas e incontenibles emociones, decidió observarla, temeroso de encontrar en sus ojos, una mirada impertérrita, ajena y antipática que le confirmara sus sospechas.

Ella se estremeció en lo profundo ante esa nueva mirada; humilde, natural, carente de hipocresía e intenciones ocultas, que le observaba suplicante, desde el lado opuesto de la mesa. Vaciló unos instantes, pero el recuerdo del dolor que en otro tiempo causó en ella el anhelo de amor, le mantuvo firme e incorruptible en su forzada posición.

 Él, aceptó su derrota, pero muy en el fondo, maldijo su debilidad y se juró a sí mismo que jamás le volvería a pasar. No volvería a dejar que sus sentimientos le debilitaran.

Un par de palabras tontas rompieron el hielo y fueron festejadas con tenues risas que pronto se desvanecieron en la profundidad de un insondable abismo que ellos mismos habían creado para proteger su debilidad.

 Ambos callaron a un tiempo y dejaron de mirarse convencidos de su inutilidad para concentrar su atención en sus alimentos recién servidos, mientras intentaban a toda costa desvanecer los ecos de sus conciencias, para poder así volver a la realidad y a la seguridad de su mediocre cotidianidad.

Octavio C.